Cuando busqué imitar a las casas, bandadas de pájaros se estrellaron contra las ventanas. Era un firmamento lo que mostraba en mi frente y los jardines levitaban sin remedio.
Mi hijo juega con su sombra toda la tarde. Yo le he cedido amplios corredores para crear su reino y sin más, él incrusta caracoles en los mapas de la humedad. Sus castillos resbalan o huyen. Algo vivo quedó en el nácar que no se resigna a ser espejo de las maravillas.
Nada puede evitar que choque contra los postes del alumbrado una vez que decido irme al bosque. Los pájaros me siguen susurrándome viejas nanas que escuché, cuando era mi hijo quien jugaba en mí, como una visión.
Un salto y han temblado las frutas en suspenso. La mordida es un eclipse funesto que revela gusanillos blancos e irresistibles.
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