Datos Biográficos
Henri Cartier-Bresson nació el 22 de Agosto de 1908 en Chanteloup, Seine-et-Marne, en el seno de una familia que pertenecía a la burguesía Francesa. Ya desde niño comienza a demostrar un gran interés y apreciación por el arte y la estética. Su familia lo apoya en todo momento cuando decide dedicarse a la pintura. Cartier-Bresson atribuye su encuentro con la pintura a su tío, o "padre mítico". Aún recuerda su inicio en el mundo del arte cuando lo llevaron al estudio de su tío contando tan sólo con cinco años, donde comenzó a "impregnarse" de los lienzos. Más tarde cursa sus estudios secundarios en el Lycée Condorcet en París, donde no llega a graduarse. Paralelamente a su educación en el Liceo, estudia pintura de manera independiente con dos maestros diferentes.
Entre 1927 y 1928 estudia con el pintor cubista Andre Lhote, durante estos años de formación desarrolla el entrenamiento visual que serviría como la estructura para su arte como fotógrafo. La buena posición social en que se encontraba ubicada su familia contribuye a que Cartier-Bresson pueda relacionarse con la élite cultural de su tiempo. Mediante sus profesores se encontró artistas, escritores, poetas y pintores, tal como Gertrude Stein, Rene Crevel -escritor surrealista-, Max Jacob -poeta-, Salvador Dalí, Jean Cocteau y Max Ernest, entre otros. Después de que el Surrealismo golpeara la escena del arte, Cartier-Bresson siente una afinidad natural para con los conceptos planteados dentro de los numerosos manifiestos del movimiento.
En su adolescencia, se asocia con muchos de los artistas involucrados en el Surrealismo. Este período, después de la primera guerra mundial, estuvo marcado por una desesperación moral y política que ocasionó que los jóvenes intelectuales desdeñaran las pequeñas instituciones de la burguesía y cualquier noción de tradición.
En 1929 Cartier-Bresson realiza el servicio militar obligatorio y a su regreso parte hacia Camerún, al oeste del continente africano. Hay quienes dicen que este viaje marcó el primer punto decisivo en su vida, como el quiebro de las tradiciones y de todo lo que le era familiar. Durante este tiempo adquiere su primera cámara y se lanza a la búsqueda de aventuras, de las que sólo había leído en los libros de juventud. Con prácticamente ninguna posesión, Cartier-Bresson vivió de la caza, matando animales silvestres y vendiendo la carne en mercados. Volvió a Francia y luego de revelar las fotografías de su viaje por África pierde su intenso deseo de pintar y compra su primera cámara Leica, la misma que lo acompañaría durante toda su exitosa carrera. A continuación viaja a lo largo de Europa Oriental: Alemania, Polonia, Austria, Checoslovaquia y Hungría.
En 1932, viaja a Francia, España e Italia. También en ese mismo año sus primeras fotografías se exponen en Nueva York y posteriormente en el Ateneo de Madrid. En 1934 viaja a México junto a un equipo de fotógrafos -es en este viaje donde realiza la fotografía titulada por él como “La araña del amor”- comprometidos en un proyecto etnográfico patrocinado por el gobierno de este país. Debido a problemas burocráticos el proyecto fracasa, sin embargo Cartier-Bresson decide prolongar su estancia por un año, continuando así con su "captura" de gente y lugares marginales de la sociedad. Expone sus fotografías en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. De allí se muda a la ciudad de Nueva York, en 1935, y expone junto a Walker Evans. Estando en esta ciudad comienza a interesarse por el cine, de la mano de Paul Strand, y durante este período realiza pocas fotografías.
En 1936 vuelve a Francia y entre este año y 1939 trabaja como colaborador de Jean Renoir haciendo algunas películas bastante polémicas. Durante este tiempo gana una posición como fotógrafo estable para el periódico comunista "Ce Soir". Allí forjó relaciones profundas de trabajo con otros dos fotoperiodistas: David Capa y David Seymour. Los tres realizaron, además, colaboraciones para la agencia “Alliance Photo” con la esperanza de lograr una mayor difusión de sus trabajos. Entre 1944 y 1945 se une al grupo de profesionales que fotografían la liberación de París. Dirige una película documental sobre la vuelta de los deportados y prisioneros, “Le retour”.
En 1946, luego de finalizada la guerra, vuelve a los EEUU para completar una exposición en El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA). Junto a Robert Capa, David Seymour y Georges Rodger funda la primer agencia cooperativa de fotografía del mundo, "Magnum Photos". Para ésta empresa volvió a viajar y enfocó su trabajo en la fotografía de reportaje. Viaja por Oriente: India, Birmania, Pakistán, China e Indonesia entre 1948 y 1950. En 1954 viaja a la URSS y se convierte así en el primer fotógrafo admitido por este país después del "deshielo".
En el año 1955, es invitado por el Louvre de París para convertirse en el primer fotógrafo en exponer en este museo. En 1965 vive seis meses en la India y tres en Japón. Henri Cartier-Bresson abandonará en 1966 la agencia Magnum, que sin embargo conserva bajo su custodia los archivos del fotógrafo.
A principio de los años 70 deja a un lado su Leica para concentrarse en la pintura. Henri Cartier-Bresson murió el lunes 2 de agosto de 2004 a los 95 años en el sureste de Francia.
Realizada por: Pierre Assouline, en París, para La Nación.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel.
Publicada en el suplemento Cultura del diario La Nación, el domingo 9 de agosto de 1998.
Para muchos, es el fotógrafo más importante de este siglo, el hombre que enseñó a sus contemporáneos a mirar a través de una cámara. El 22 de agosto de este mes: cumple 90 años.
En uno de los escasos reportajes que concedió, habló de los autores que ama, de la televisión que detesta, y de algunos de los artistas que más contaron en su vida, así como de su experiencia en el cine bajo las órdenes del gran Jean Renoir. Desde hace mucho, Cartier-Bresson prefiere no referirse a la fotografía, porque la considera una etapa superada de su vida: en cambio, le encante reflexionar sobre el dibujo, una actividad que aún practica y que fue la base de su obra admirable.
Henri Cartier-Bresson nació el 22 de Agosto de 1908 en Chanteloup, Seine-et-Marne, en el seno de una familia que pertenecía a la burguesía Francesa. Ya desde niño comienza a demostrar un gran interés y apreciación por el arte y la estética. Su familia lo apoya en todo momento cuando decide dedicarse a la pintura. Cartier-Bresson atribuye su encuentro con la pintura a su tío, o "padre mítico". Aún recuerda su inicio en el mundo del arte cuando lo llevaron al estudio de su tío contando tan sólo con cinco años, donde comenzó a "impregnarse" de los lienzos. Más tarde cursa sus estudios secundarios en el Lycée Condorcet en París, donde no llega a graduarse. Paralelamente a su educación en el Liceo, estudia pintura de manera independiente con dos maestros diferentes.
Entre 1927 y 1928 estudia con el pintor cubista Andre Lhote, durante estos años de formación desarrolla el entrenamiento visual que serviría como la estructura para su arte como fotógrafo. La buena posición social en que se encontraba ubicada su familia contribuye a que Cartier-Bresson pueda relacionarse con la élite cultural de su tiempo. Mediante sus profesores se encontró artistas, escritores, poetas y pintores, tal como Gertrude Stein, Rene Crevel -escritor surrealista-, Max Jacob -poeta-, Salvador Dalí, Jean Cocteau y Max Ernest, entre otros. Después de que el Surrealismo golpeara la escena del arte, Cartier-Bresson siente una afinidad natural para con los conceptos planteados dentro de los numerosos manifiestos del movimiento.
En su adolescencia, se asocia con muchos de los artistas involucrados en el Surrealismo. Este período, después de la primera guerra mundial, estuvo marcado por una desesperación moral y política que ocasionó que los jóvenes intelectuales desdeñaran las pequeñas instituciones de la burguesía y cualquier noción de tradición.
En 1929 Cartier-Bresson realiza el servicio militar obligatorio y a su regreso parte hacia Camerún, al oeste del continente africano. Hay quienes dicen que este viaje marcó el primer punto decisivo en su vida, como el quiebro de las tradiciones y de todo lo que le era familiar. Durante este tiempo adquiere su primera cámara y se lanza a la búsqueda de aventuras, de las que sólo había leído en los libros de juventud. Con prácticamente ninguna posesión, Cartier-Bresson vivió de la caza, matando animales silvestres y vendiendo la carne en mercados. Volvió a Francia y luego de revelar las fotografías de su viaje por África pierde su intenso deseo de pintar y compra su primera cámara Leica, la misma que lo acompañaría durante toda su exitosa carrera. A continuación viaja a lo largo de Europa Oriental: Alemania, Polonia, Austria, Checoslovaquia y Hungría.
En 1932, viaja a Francia, España e Italia. También en ese mismo año sus primeras fotografías se exponen en Nueva York y posteriormente en el Ateneo de Madrid. En 1934 viaja a México junto a un equipo de fotógrafos -es en este viaje donde realiza la fotografía titulada por él como “La araña del amor”- comprometidos en un proyecto etnográfico patrocinado por el gobierno de este país. Debido a problemas burocráticos el proyecto fracasa, sin embargo Cartier-Bresson decide prolongar su estancia por un año, continuando así con su "captura" de gente y lugares marginales de la sociedad. Expone sus fotografías en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. De allí se muda a la ciudad de Nueva York, en 1935, y expone junto a Walker Evans. Estando en esta ciudad comienza a interesarse por el cine, de la mano de Paul Strand, y durante este período realiza pocas fotografías.
En 1936 vuelve a Francia y entre este año y 1939 trabaja como colaborador de Jean Renoir haciendo algunas películas bastante polémicas. Durante este tiempo gana una posición como fotógrafo estable para el periódico comunista "Ce Soir". Allí forjó relaciones profundas de trabajo con otros dos fotoperiodistas: David Capa y David Seymour. Los tres realizaron, además, colaboraciones para la agencia “Alliance Photo” con la esperanza de lograr una mayor difusión de sus trabajos. Entre 1944 y 1945 se une al grupo de profesionales que fotografían la liberación de París. Dirige una película documental sobre la vuelta de los deportados y prisioneros, “Le retour”.
En 1946, luego de finalizada la guerra, vuelve a los EEUU para completar una exposición en El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA). Junto a Robert Capa, David Seymour y Georges Rodger funda la primer agencia cooperativa de fotografía del mundo, "Magnum Photos". Para ésta empresa volvió a viajar y enfocó su trabajo en la fotografía de reportaje. Viaja por Oriente: India, Birmania, Pakistán, China e Indonesia entre 1948 y 1950. En 1954 viaja a la URSS y se convierte así en el primer fotógrafo admitido por este país después del "deshielo".
En el año 1955, es invitado por el Louvre de París para convertirse en el primer fotógrafo en exponer en este museo. En 1965 vive seis meses en la India y tres en Japón. Henri Cartier-Bresson abandonará en 1966 la agencia Magnum, que sin embargo conserva bajo su custodia los archivos del fotógrafo.
A principio de los años 70 deja a un lado su Leica para concentrarse en la pintura. Henri Cartier-Bresson murió el lunes 2 de agosto de 2004 a los 95 años en el sureste de Francia.
Realizada por: Pierre Assouline, en París, para La Nación.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel.
Publicada en el suplemento Cultura del diario La Nación, el domingo 9 de agosto de 1998.
Para muchos, es el fotógrafo más importante de este siglo, el hombre que enseñó a sus contemporáneos a mirar a través de una cámara. El 22 de agosto de este mes: cumple 90 años.
En uno de los escasos reportajes que concedió, habló de los autores que ama, de la televisión que detesta, y de algunos de los artistas que más contaron en su vida, así como de su experiencia en el cine bajo las órdenes del gran Jean Renoir. Desde hace mucho, Cartier-Bresson prefiere no referirse a la fotografía, porque la considera una etapa superada de su vida: en cambio, le encante reflexionar sobre el dibujo, una actividad que aún practica y que fue la base de su obra admirable.
Este caballero de pañuelo a lo pirata no es agresivo; es un hombre indignado. A los 90 años, todavía se mantiene en permanente rebeldía porque nunca faltan motivos para indignarse. Con su discreción habitual, más que señales de su paso por la tierra, prefiere dejar huellas. No le hablen de su obra. Quiere ser artesano más que artista. Fanático por el dibujo desde siempre, dibujante compulsivo desde hace veinte años, sigue sacando fotos en su mente. Esto nos dice que Henri Cartier-Bresson –de él se trata– es, ante todo, un poeta.
El nuestro ha sido el siglo de la imagen. En sus postrimerías, ella pierde su alma al amenazarnos con hacerse virtual. Eso sería un horror incalificable, cuyas consecuencias aún no podemos medir.
Cartier-Bresson siempre será un compositor admirable. Sonidos, signos, palabras... ¿qué importa el medio? En él, todo es pura búsqueda del equilibrio y la armonía. Rechaza cifras y fechas para deleitarse mejor con la sección áurea. El resto –técnica, luz, preparación– es mera literatura para aficionados a la fotografía.
El nuestro ha sido el siglo de la imagen. En sus postrimerías, ella pierde su alma al amenazarnos con hacerse virtual. Eso sería un horror incalificable, cuyas consecuencias aún no podemos medir.
Cartier-Bresson siempre será un compositor admirable. Sonidos, signos, palabras... ¿qué importa el medio? En él, todo es pura búsqueda del equilibrio y la armonía. Rechaza cifras y fechas para deleitarse mejor con la sección áurea. El resto –técnica, luz, preparación– es mera literatura para aficionados a la fotografía.
Nada hay menos premeditado que el encuentro entre una sensibilidad y un instante fugaz. No cree en la sociedad sino en el hombre. No hay lección más hermosa para los tiempos que corren. Si su obra ha servido para eso, Cartier-Bresson no habrá vivido en vano.
-¿Sigue siendo un libertario?
Sí, desde siempre. Desde el primer momento, muy temprano por cierto, en que descubrí la existencia de otros mundos aparte de las civilizaciones judeocristiana y musulmana. El anarquismo es, ante todo, una ética y, como tal, se ha mantenido intacto. El mundo ha cambiado, no es así el concepto libertario, el desafío frente a todos los poderes. Gracias a eso, he logrado zafarme del falso problema de la celebridad. Ser un fotógrafo conocido es una forma de poder y yo no la deseo.
-Su negativa a dejarse fotografiar, ¿debe entenderse en este sentido?
Sin duda. Hay que pasar inadvertido y protegerse a toda costa. El hecho de ser observado modifica el modo de mirar a los otros.
-Por cierto que jamás se lo ve por televisión.
¿A mí? ¿Y para qué? No soy actor.
-¿Le interesa lo que se televisa?
¿Ese tropel ininterrumpido de imágenes? Ni siquiera son imágenes porque eso no es visual. No es nada. Hombres como Julien Gracq, Samuel Beckett o Louis René des Forets no van a la televisión. Son mis escritores preferidos, entre los contemporáneos.
-Usted ha fotografiado a Julien Gracq.
La primera vez que fui a su casa, charlamos sin llegar a nada. Le dije: "Perdón, adiós” Más tarde, volví a llamarlo y le pregunté: “¿Podemos intentarlo de nuevo?” Y entonces hice un truco con su mirada penetrante. Eso es peligroso porque siempre hay que hablar mientras se fotografía a alguien. Si no, la gente no comprende. En cambio, para dibujar el retrato de alguien se necesita silencio. Pero dejemos la fotografía y hablemos de otra cosa.
-¿De los escritores clásicos?
Siempre releo a los mismos. Saint Simon, que me apasiona, Nietzsche, Stendhal, Montaigne, Baudelaire, la novela inglesa y, por supuesto, Rimbaud. Sin olvidar el Aragonsurrealista, el de Paysan de Paris (1926). Y Joyce, y Proust, del que no me canso. Al releer La prisionera, siento una emoción renovada. Cuando salgo de la literatura francesa, por lo general, es para leer algo sobre el budismo tibetano o el zen japonés, más accesible para los occidentales.
-¿Es creyente?
Nunca lo fui. Mis padres eran católicos de izquierda pero, cuando yo era muy pequeño, las historias bíblicas me aterraban. Del cristianismo elijo el amor, por eso prefiero el Cantar de los Cantares al resto. Del budismo, elijo la compasión.
-Pero, ¿qué le ha aportado el budismo?
Me ha permitido captar mejor la cuestión que me obsesiona, que no es el espacio sino el tiempo, la duración infinitesimal, la plenitud del instante. El tiempo es una convención. El budismo nos dice que no es lineal, que no avanza en una sola dirección. ¡En mi juventud detesté tanto el positivismo! Gracias al budismo, que me ha marcado mucho, he podido encarar mejor el problema del tiempo.
-¿También en la fotografía?
En ese aspecto, la fotografía tiene cierto matiz fúnebre. “Listo, retírese. Que pase el siguiente“. En el budismo, lo que importa es el instante. Cézanne expresó en una carta: “Cuando pinto y me pongo a pensar, todo huye”. Los artistas de hoy miran menos y piensan demasiado. El resultado es un supuesto academicismo de vanguardia. Hay que vivir el instante en plenitud, sólo así uno puede estar en lo que hace.
-¿Quiénes influyeron más en su manera de mirar el mundo?
Ante todo, mi tío que, en cierto modo, fue mi padre mítico ya que el mío, el verdadero, murió en la guerra, cuando yo era muy pequeño. Mi tío me llevaba a su taller. Después, el pintor André Lhote, con el que estudié en su Academia. El me decía: “Pequeño surrealista, qué hermosos colores!” De allí proviene mi gusto por la forma, la composición y la geometría en la fotografía. No sé contar, pero sé dónde cae la sección áurea.
Todo eso se hace sin premeditación, como algo integrado hasta devenir un reflejo. Encuentro mi placer en la contemplación. Otro hombre que influyó mucho sobre mí fue el crítico y editor de arte Tériade, mi amigo desde la década del 30. Era mi gurú. Jamás me atreví a tutearlo, pese a que entre los dos no había una gran diferencia de edad. Fue por respeto. El me dijo, hace veinte años, “Has hecho cuanto podías hacer en fotografía; en ella, sólo podrás venir a menos. Deberías volver a la pintura y el dibujo” Desde luego, tenía razón. Seguí su consejo inmediatamente.
-¿No le quedaba nada por demostrar en ese campo?
La fotografía no demuestra absolutamente nada, ni es mi propósito demostrar algo. Mi amigo Sebastiao Salgado sacó fotografías extraordinarias que no fueron concebidas por el ojo de un pintor, sino por el de un sociólogo, un economista, un militante. Respeto muchísimo lo que él hace, pero en él hay una faceta mesiánica que yo no poseo. Es la diferencia que hay entre una novela auténtica, no de tesis, y un libelo.
-¿Cómo sitúa sus dos actividades principales ante el problema del tiempo?
La fotografía es la acción inmediata; el dibujo es la meditación. Aquella es el impulso espontáneo de una atención visual perpetua; capta el instante y su eternidad. En éste, el trazo elabora lo que nuestra conciencia pudo captar de ese instante. Al dibujar, disponemos de un tiempo; no así cuando fotografiamos.
-La fotografía y el dibujo, ¿le proporcionan placeres distintos?
El placer es el mismo; concretar, luchar contra el tiempo. Pero tanto en la fotografía como en el dibujo o la pintura, una vez acabada la obra, quiero saber si tiene sentido o no. Esa es la verdadera crítica. No me interesa saber si aquél a quien muestro lo que hago lo ama o no, si todos los gustos están contenidos en la naturaleza y otras tonterías. Criticar es meterse en la piel de otro e intentar comprender qué quiso hacer. Sólo me importa el porqué de las cosas.
-¿Qué le ha gustado en la fotografía durante tantos años?
Apretar el disparador o, si lo prefiere, sacar la foto. Es mi pasión. Estuve tres años en la India, Birmania, China e Indonesia. En todo ese tiempo, digamos que sólo vi mis fotos por casualidad, en los diarios. Las sacaba y las enviaba a Magnum, sin interesarme por el resultado. Soy como ese cazador al que le apasiona derribar una pieza, pero no la comería. A mí me ocurre lo mismo; sólo me importa disparar. El problema es encontrar el momento oportuno, el instante...
-¿El instante decisivo?
Nada tengo contra esa expresión, pero la llevo pegada a la piel como una etiqueta, desde que Verve publicó mi libro Images a la sauvette, con una ilustración en tapa de Matisse que era un homenaje a la fotografía en general. Yo lo había encabezado con una cita del cardenal de Retz: “Nada hay en el mundo que no tenga un momento decisivo”. Un editor neoyorquino que publicó mi libro, se inspiró en ella y lo tituló The Decisive Moment. Desde entonces, esa frase me persigue.
-¿Cómo concilia los imperativos de ese instante decisivo con su gusto por la geometría?
La composición se basa en el azar. Jamás hago cálculos. Entreveo una estructura y espero que suceda algo. No hay reglas.
-En última instancia, ¿trata su cámara como si fuera una libreta de bosquejos?
Absolutamente. En verdad, me meto en la imagen recortada en el visor. Esta actitud no sólo requiere sensibilidad y concentración; en mi caso, también pide espíritu geométrico.
-¿Por qué nunca dejó encuadrar sus fotos cuando era necesario?
Es mi alegría, mi placer. La única que hice encuadrar fue la del cardenal Pacelli, el futuro Papa, que tomé en Montmartre en 1938. Trabajaba para el diario Cesoir y la foto debía estar lista a las 11. Tuve que alzar la cámara por encima de mi cabeza y disparar a ciegas. Después, hubo que encuadrarla en el laboratorio.
-De todos modos, el laboratorio no lo apasiona...
No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguración, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento de tal o cual foto.
No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguración, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento de tal o cual foto.
-¿Hay fotos que lamenta haber sacado?
En un momento dado, hubo una autocensura pero... eso a nadie le interesa ni le concierne.
-¿En qué situaciones interviene esa autocensura?
En el amor, la violencia, la muerte. Es una cuestión de pudor. Sin olvidar nuestra propia violencia cuando queremos sacar fotos. Comprendo muy bien la renuencia de los orientales a dejarse fotografiar.
-¿Se ha autocensurado a menudo?
Las malas fotos abundan y se desperdician muchas. En 1934, en México, fui muy afortunado. Sólo tuve que empujar una puerta y ahí estaban dos lesbianas haciendo el amor. ¡Qué voluptuosidad, qué sensualidad! No se veían sus rostros. Disparé. Haber podido verlo fue un milagro. Eso nada tiene de obsceno. Es el amor físico en plenitud. Nunca habría logrado que posaran.
-¿Qué es el pudor para un fotógrafo?
Los desnudos, por ejemplo. Jamás fotografié uno...
-Pero los ha dibujado...
No es la misma visión. En fotografía, me desagrada. Degas obtuvo un desnudo fotográfico admirable. Salvo en tales casos, es uno de esos temas que a nadie conciernen. En dibujo, es otra cosa. Hago muchos. Es lo que mas me cuesta dibujar; me obstino hasta el encarnizamiento. El dibujo me obsesiona de veras. En las exposiciones, hago muchos bosquejos. No soy un ilustrador; carezco totalmente de imaginación. Cuando era segundo asistente de Jean Renoir, en La regla del fuego y Une partie de campagne, los dos sabíamos muy bien que yo nunca dirigiría un film porque, sinceramente, no tengo imaginación.
-¿Aprendió mucho de su contacto con él?
“De su contacto con él” es una expresión que viene al caso porque, cuando se trabajaba a su lado, lo más enriquecedor era escucharlo y seguirlo. Trabajaba de un día para otro, rehacía los diálogos y cada uno aportaba lo suyo. Era la época del Frente Popular. Estábamos en medio del torbellino, el entusiasmo y el desorden, pero el equipo vivía la experiencia de una auténtica solidaridad entre todos sus miembros. Nos divertíamos mucho.
Georges Bataille y yo fuimos extras en Une partie de capmagne, vestidos de seminaristas. Allí estuvieron también Jackes Becker y Luchino Visconti. Entre los niños que participaron como extras en La regla del juego, figuraron los nietos de Paul Cézanne y de Auguste Renoir. Esta experiencia cinematográfica no me dejó ninguna enseñanza técnica. Un segundo asistente no ponía el ojo en el visor.
-¿Cómo se puede tener vista de pintor y, al mismo tiempo, ver el mundo únicamente en blanco y negro?
No predomina la luz, sino la forma. Ese es el quid de la cuestión.
-¿Por eso se dedica al dibujo más que a la pintura?
Soy un apasionado del color pero, para acercarme a la paleta, necesito que alguien me dé un puntapié en el trasero. Quizá tema enfrentar el problema del color. En fotografía, el color se basa en un prisma elemental, se queda en lo químico, no trasciende como en la pintura.
-¿Qué pintores reúne su museo imaginario?
Van Eyck, Cézanne, Uccello. Me obsesiona la composición. Matisse, por supuesto, pero también Bonnard, Bonnard... Y la pintura metafísica del joven de Chirico, por su misterio. Las Meninas, de Velázquez, es el misterio absoluto. No lo comprendo y, por lo tanto, toda vez que lo miro me trastorna. Tal vez sea preciso renunciar a saber y explicar. Limitarse a mirar. La gente identifica, pero no mira. La observo en las exposiciones.
Pasa uno o dos minutos frente a un cuadro con los auriculares puestos; exactamente lo que dura la perorata. ¡Pero no somos estudiantes de paleografía! La pintura se dirige, ante todo, a la emoción, a la sensibilidad, a la vista. La historia viene después. Durante la muestra de escultores taínos en el Petit Palais, me entretuve observando a los visitantes. Una minoría ínfima daba la vuelta a cada vitrina. A la mayoría, le bastaba echarle un vistazo de frente, acercarse lo imprescindible para leer el tarjetón. ¡Algunos se decepcionaban cuando no encontraban el precio! Eso no es amar la pintura.
-Usted ha sido surrealista...
Más bien he sido “surrealizante”. Conocí muy bien a Bretón, Cree el, Hernista. Pero no amo la pintura surrealista. Es literatura. Magrita está lleno de astucias. ¡Es bueno para la publicidad!
-La publicidad tampoco le gusta mucho que digamos...
Es la punta de lanza de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. Nos obliga a comprar. La aparición de la sociedad de consumo, en la década del 60, es una de las dos grandes fechas del pensamiento contemporáneo; la otra fue el descubrimiento de las matemáticas cuánticas. He trabajado para la industria en condiciones hoy inexistentes, pero jamás para agencias de publicidad.
-Desde siempre, es conocido como un gran rebelde, pero, ¿ha cambiado el objeto de su indignación?
Hay mucha gente lúcida respecto a la demografía y el estallido del mundo, por ejemplo, pero esa lucidez impele a muy poca cosa a rebelarse. En el mejor de los casos, se hastían. Hoy el desastre tiene un nombre: tecnociencia, esta carrera de aprendices de brujos. Eso me rebela. Y el universo de los “especialistas”. Y la supuesta “brecha generacional”. Cuando estamos sobre la tierra, todos pertenecemos a la misma generación. Mientras vivimos sobre la misma tierra, somos solidarios. Esta segregación entre edades me horroriza tanto como los integrismos religiosos.
-¿No discrimina entre jóvenes y viejos?
No, con una sola excepción, que reconozco. Tengo problemas con mis coetáneos alemanes, pero ninguno con los jóvenes alemanes. No siento odio alguno; simplemente, prefiero no conversar con ellos. Hace poco montaron una exposición de fotos mías en Hamburgo. La visité y me sentí muy cómodo, pero... también me invitaron a visitar Salzburgo. De noche, en la Opera, me crucé con hombres de mi edad en smoking, y tuve ganas de preguntarles qué hacían durante la guerra.
-¿Cincuenta años después?
Hice trabajos forzados en treinta “komandos” diferentes. Me evadí tres veces. Tuve compañeros denunciados, torturados, fusilados. Eso no se puede olvidar. Mi nacionalidad no era “francés”, sino “prisionero evadido”. He conocido la verdadera solidaridad; he conocido a personas de una calidad humana... HOMBRES que habían asumido su destino.
-¿Es inútil abrigar la esperanza que alguna vez podamos leer sus memorias?
No soy escritor. Apenas si puedo escribir tarjetas postales. De todos modos, no tengo tiempo.
-Pero, ¿qué hace todo el día?
¿Qué cree que hago? Miro.
2 comentarios:
Genial que publicaste esto Fabricio!! A veces nuestras ideas, que deberian de darnos lucidez, nos ciegan--no nos permiten ver lo que tenemos frente a nosotros. Cartier-Bresson lo expresa tan bien en esta entrevista! Un saludo, Miguel Romero
Miguel: haceme un favor. Enviame una selección de tus obras para subirla. Hace mucho he querido hacerlo, ayudarte un poco más en la promoción de tu obra.
Dejame hacerle una lectura abierta, fuera de los salones.
Saludame a tu papá, con todos mis respetos para vos, para él.
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