domingo, 21 de septiembre de 2014

El arca rusa, de Sukorov



Hubo un momento luego de la pérdida de la ciudad de Rostov en 1942, que la comandancia suprema percibió el hundimiento de la moral del Ejército Rojo. Para ahondar el profundo orgullo nacionalista, Stalin y sus cercanos del kremlin, crearon la estrategia de hacer un giro en 360 grados respecto a los comisarios políticos y la subordinación que debían a ellos los oficiales. Se comenzó entonces por suprimir el liderazgo de los comisarios entre la tropa y se continuó por la renovación de los uniformes en la oficialidad. Se diseñaron nuevos cortes para los abrigos y se estandarizó el uso de charreteras de oro entre los generales (el oro fue importado con urgencia desde Inglaterra).

Todo este cambio, cuidadosamente estudiado en la psiquis del pueblo ruso, trajo consigo el despegue definitivo del mayor ejército nacional que existiera en ese momento y, lo que más importaba, el desapego simbólico con el ejército rojo revolucionario de la guerra civil hostil a todo aquello que oliera a elegancia zarista. La estrategia funcionó: el antiguo esplendor brilló de nuevo en los ojos de los soldados y los oficiales adoptaron de nuevo los protocolos de dominio aristocrático, integrados por supuesto, a un mayor estudio y profesionalización de sus capacidades reales de mando, más allá de la insistencia propagandística de los comisarios y sus métodos radicales de fusilamiento para todo aquel que mostrara debilidad o pánico en el campo de batalla. ¿Funcionó la estrategia? Sí, funcionó, como funcionó el acercamiento de Stalin con la Iglesia Ortodoxa Rusa y la supresión de los diarios anti-clericales y la elevación como antepasado heroico de Alexander Nevski, el Santo ortodoxo vencedor de los tártaros, suecos y teutones en el siglo XIII.

Quiérase o no, para cuando llegó el momento decisivo durante la batalla de Stalingrado, este cambio de discurso y presentación, había logrado acercar de nuevo a los oficiales con su tropa, en una mezcla de nuevos valores: Patria-Pasado-Venganza. Porque en ese momento fue la patria y no el soviet, porque en ese pasado fue Kutuzov en el Borodino napaoleónico de 1812 y, porque en ese momento era la sagrada venganza contra la afrenta a la Madre Rusia. Todo ello lo sintetiza Sokurov en su impresionante película "El arca rusa", filmada en el mismísimo Palacio de Invierno de Leningrado-San Petersburgo (el Museo Hermitage dio un permiso de filmación por sólo 36 horas), la ciudad mártir y dual: alma de la europeización zarista y núcleo ardiente de la revolución de octubre. Ahí está, en un solo plano secuencial, 300 años de historia dentro del sueño europeo que de pronto salta hecho añicos y sin tiempo para decir adiós. Sólo los fantasmas dicen adiós en esta película, como aquella hermosa personaje de Woody Allen en Medianoche en París que decide quedarse en la belle epoque.

Podría concentrarme en el impresionante y único plano secuencial de la película, imaginarme las horas de pre-producción para lograrlo, pero sólo me preguntaré ¿de qué otra forma podía encerrarse tanto misterio? El intento secuencial de Ana Karenina de Joe Wright queda revelado en sus fuentes y la también impresionante secuencia del estadio en El secreto de sus ojos del argentino Juan José Campanella completamente superado. Pero lo que yo quiero reiterar es la nostalgia incubada como sueño perdido y en cuánto cuesta superarla en el plano histórico, que es, a mi parecer, la mayor indagación que Sukorov propone hacer. Y señalar, claro está, ese momento crucial en que se despide el viejo diplomático una vez finalizada la mazurka (nobles bailando una danza rural, otro signo enorme), ese momento en que de manera sutil cruzan las siluetas de soldados bolcheviques en uno de los salones oscuros, ese momento, pues, de la despedida, "adiós Europa, adiós" y la tristeza espectral del adiós a la grandeza a despecho de todo lo brutal que fue el imperio tras bambalinas.

El arca rusa es uno de los mayores testimonios del cine y uno de los mayores portentos técnicos jamás montados, una película que todo fantasma desearía ver.

"Señor, señor, es una lástima que no estés aquí conmigo. Entenderías todo. Mira. El mar está por todas partes. Estamos destinados a navegar para siempre, a vivir para siempre".

F.E.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

Tres pasos para desmontar Nómada 2014 - Escuela Experimental de Arte, Tegucigalpa

Lucie Smith

Compañera Lucy, Compañero Léster: no hablaré del cómo se monta una exposición de arte desde un marco curatorial. Hablaré del cómo se desmonta desde el mismo lugar en que las obras se han colgado.

Primero se saca grapa tras grapa del bastidor y entonces da tiempo de putear en silencio a cada una de las instituciones artísticas de Honduras. Se va sintiendo el sudor aflorando en la espalda y así se recuerda que tenemos el arte sobre nosotros, con  todo el peso de un David de mármol quebrado, un brazo del David entonces o esa cabeza monumental Olmeca que se instala en el sueño cuando dormimos.

Luego se ven las grapas regadas por el piso y Arturito, solícito, te trae un poco de agua. Así va enrollándose la fotografía hasta que cabe exacta en el cilindro de pvc. Mientras se va enrollando da tiempo de acordarse de todo el proceso que llevó a Nómada 2014 y van cruzando las discusiones y las ideas de este juego de abalorios que Herman Hesse hubiera querido ver pero que es fácil de explicarlo: "a ver, don Hesse, el asunto es que aquí en Honduras se instaló el mayor cinismo que hubiéramos conocido y el arte no es lenguaje porque sólo es lenguaje lo que comunica y aquí todos estamos incomunicados cada quien en su celda monacal y el lenguaje no alcanza a comunicar ni entre los que deberían escribir sobre arte". Por ejemplo, hay un acto simbólico en el hecho de recorrer cada sala cargando cajas y pantallas que fueron las articulaciones de un gigante silencioso que se fue construyendo entre lxs artistas de Nómada cada sábado... no, mejoremos la imagen: son los huesos de una gigantona de Yuscarán que se despedazó en la pista del Estadio Nacional el 15 mientras saludaba a la tribu política en su estrado cívico. Ahí va la gigantona desmontada entonces, casi como un ensayo de Adorno en una sopa de res dominical, compitiendo por ser sabor entre la yuca y el ayote. ¿Comunica ésto algo?

Como segundo paso uno se permite breves minutos ante la pieza artística que pronto estará embalada. Hay que absorber la médula que flota entre tanta dignidad. Sorber por los ojos, inventariar el esfuerzo supremo de sobrevivirle al vacío, pensar, pensar, pensar qué más hacer para unir las neuronas del pensamiento académico con el acto creador del artista, cómo extirpar el alzheimer, cómo sacar de su cueva al cusucocoolsnobposmodernista sin que Habermas diga que está bien que salga a darse aire, que hace buena época para crear la mayor afrenta moral que haya existido jamás en un país de eterna crisis ética, urbanística e incluso gastronómica (vamos, vamos, no hay por qué sentirse mal con el lenguaje cantinflesco ahora, precisamente, cuando ya viene el estreno en el cine y que los curadores del sistema sí derrocharán ríos de tinta en reseñas, ensayos sobre cine y hasta en entrevistas a los nietos de Mario Moreno).

Como tercer paso, se levanta una grapa del piso, se le queda viendo largos minutos y se hace la pregunta fenomenológica del día: ¿cómo se manifiesta la indiferencia en su estado más puro dentro del arte hondureño? No habrá respuesta, por supuesto, pero la agenda del museo borrará y escribirá de nuevo algo parecido a un anuncio de circo, y bajo la nueva agenda quedarán como anécdota "lo entretenido que fue ver a los artistas creyendo que cambiarán algo de lo que no queremos cambiar". Llegados a este punto, la sala ya está vacía. Nómada ha sido demontada, Don Rómulo nos pasa sus martillos y los clavos salen rápido de los maderos. Algunas personas que vagan como fantasmas por los pasillos de la "Identidad Nacional" preguntan qué se estaba exponiendo y yo ni corto ni perezoso les respondo: los artistas, los artistas se estaban exponiendo al vacío y no hubo Kafka ni Barthes que tomaran nota y, sin embargo ¡qué gran muestra de codificaciones nuevas se observaron! ¡qué proceso más bello el del arte anónimo que se vuelve más anónimo mientras más se muestra en los espacios oficiales! Honduras y su arte han ganado otro vacío, porque de eso se trata, de vaciar, de vaciarnos desde adentro en los pulcros pisos, de hacer y que el producto artístico sea sístole y diástole natural.

Compañero Léster, Compañera Lucy, la sala está vacía, como siempre. Lo que lograron montar junto a todxs lxs que participaron en Nómada 2014 ha sido inventariado entre lo mejor de la expresión artística colectiva de este año en Honduras. Sellemos las cajas.

Sucede que estamos en inventario.

Estamos desmontando un mundo, estamos desmontando el artificio. 

Ocurre que estamos borrando el número de serie y volviéndonos artesanos, llenos del barro de los días, amasados por el golpe, nos estamos haciendo irrepetibles.

Cada cosa, cada concepto es devuelto a una categoría básica y sustanciosa.

Trilobites, sílabas unicelulares: piedra, grito, alma.

Sucede que Eva sacó la cara y Adán la acompaña con su listado de novedades: esto es alegría, esto es tristeza, esto es mañana y esto olvido.

La mirada, los árboles, la hondonada de una herida brutal, ya son otros paraísos los que buscamos, nos hemos hartado de todos los frutales.

Esto es dolo, ésto es ángel inverso, ésto es flor y ésto un hombre desollado.

Ocurre que estamos inventando el tiempo y el sueño debe esperar, con su capa rota el sueño, con sus brillos el sueño, con su descanso mortuorio el sueño.

Hemos abierto -de un solo tajo- el vientre pulposo del bien y el mal y lo entendemos frío, áspero, entendemos que el viento silba nuestros nombres y a él nos entregamos llenos de ramajes.

Sucede que nos sabemos nuevos


y estamos en inventario.


Fabricio Estrada.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Volver de El Salvador y traerte un nombre

Volver de El Salvador y traerte un nombre, pequeño, lleno de viento y lluvia: Juayúa. Volver de Nahuizalco y traerte un baile que va escribiendo sobre las baldosas con roces secretos, de manera discreta, una lengua sólo conocida por quien la baila. Leerla es bailarla, entonces, y los círculos se van dando suavemente y de ellos sube el color hasta los labios rojos de las bailarinas.



Había visto los volcanes desde niño. Hubo una carretera desde donde se miraba, muy adentro de Honduras, el perfil dorado del viejo Chaparrastique. Antes de subir al bus sorbía de él su bruma de ensueño hasta que mi abuela me halaba presurosa. El volcán silencioso quedaba en un territorio lejano e incógnito desde el cual nos llegaba el fragor de punzantes detonaciones.  Cierta noche pasaron las imágenes de una plaza donde hormigueaban miles de personas bajo el fuego de francotiradores. El noticiario hablaba de cientos de muertos provocados por los comandos urbanos de la guerrilla y nada decía de los escuadrones de la mano blanca que disparaban a discreción, tumbados en las terrazas alrededor del funeral de Romero. Eso me traían las bolas de fuego, eso era lo que recordaba en Nejapa junto al Duke. Volver a El Salvador, me decía en una especie de rezo, volver y seguir las bolas de fuego casi quemándome en sus idas y vueltas, ígneos recuerdos que sólo la lluvia, llamada de emergencia, logró apagar cerca de la medianoche, antes que Popo Arreola dejara de darle al tambor más triste de los garífunas en el exilio. “Fabri –me dijo-, Fabri, qué joven estás, y yo tan lejano, tan viejo, aquí tocando”… No dijo más porque la lluvia caía en serio y apagaba todo y el último quiebre del cuero sonaba ya como entre olas que rompían en El Metalío, allá en Acajutla.




Luego Otoniel –pastor sin equivocaciones- arreándonos hacia la poesía, a todos los que fuimos, conduciéndonos a pesar de su fiebre que lo hizo contar menos chistes que antes, casi la misma fiebre con que logré verlo en el video del Museo de la Imagen y la Palabra”. ¡Ahí está el Oto, ahí está el Oto! Me dijo Marisol emocionada mientras señalaba una toma contrapicada donde aparecía el poeta volando candela en la ofensiva Hasta el Tope de 1989. Y ahí fue donde volvieron los fuegos de Nejapa con todas las conversaciones que Otoniel me ha dado desde hace tantos años. Estallaban sus risotadas y caían chispas por todos lados, se quemaban las buenas convenciones, regresaba la huida hacia El Ocio en aquel ya lejano 2003, con Saul Ibargoyen, Allan Mills, Lauren Mendinueta, Raúl Zurita y aquel Fabricio que no sabía gran cosa acerca de los protocolos y se moría de felicidad de estar por primera vez en San Salvador.


Volver del corazón de América Central, volver de vos El Salvador, de tu Sonsonate-Salarrué, de tu Santa Catarina de Masahuat, de tus 32 mil fantasmas de Izalco. Volver y traerme un nombre: Juayúa: lleno de viento y lluvia, y de la poesía de Roberto Arizmendi, de Ricardo Ballón, Anarella Velez, Rigoberto Paredes, Alejandro Urizar, Ramón Torres, Edgar Alfaro, Marco Tulio del Arca, Manuel Ibarra y Anthony Molina. Subíamos hacia la lengua que quieren matar los mismos de Daubisson, bajábamos hacia el Nahuat-Pipil que se sigue hablando a despecho de tanta bomba y fusilamiento. No vi la mano blanca pintada en las puertas de Nahuizalco ni de Salcoatitán, pero hay una mano transparente que sigue oprimiendo la respiración de las abuelas y nietas de Ama. La pude percibir. Las velas de colores se apagaban temerosas y el incienso a veces olía a pólvora. No hay descanso aún para tantas y tantos, algo quedó enredado entre los matorrales, algo como un hilo desprendido de un refajo multicolor pero sangrante.





Te traigo un baile secreto, entonces, la suela debe rozar apenas las baldosas de barro crear pequeños círculos e impulsarte suavemente el salto. ¿Así es la cosa, Marvin Paula? Doña Merceditas asiente y me dice que Marvin estuvo en el ballet folclórico salvadoreño y que nadie mejor para enseñarme a leer los pasos. Rosarito ríe junto a Lucy. Marvin continúa y baila allí mismo casi al mismo tiempo en que llega el busito para regresar a las lecturas. Pero yo sigo con lo del baile. Veo el paisaje y el paisaje sigue en el baile, la suela de los cerros roza las cenizas dejadas por los volcanes y, por breves momentos, se lee algo que las marejadas borrarán de inmediato. Llegamos ante los estudiantes, nos escuchan y comparten la poesía de lo indefinible. Sube el amigo de la marimba de arco y nos habla en nahuat-pipil en un acto de resistencia más, en un silbado dulce que hace florecer palabras alrededor nuestro, como collar de garmendias, como polen salido del cráter del Izalco.

De vuelta en San Salvador. El polen antes disperso regresa y los rostros de Krisma, Alfonso, Willian, Noé, Pedro y Alberto hacen rueda y vida. Nos vamos despidiendo de a poco, así como hiciera ante la tumba de Morazán, de Farabundo Martí, de Shafick. Nos vamos viendo desde la ventanilla, cierro los ojos y vuleve la tumba muda de Maximiliano Martínez sin ninguna inscripción. Vuelvo a ese momento en que decidí escupirla para dejarle una lápida de desprecio. Floto en la piscina de Juayúa y vuelvo a rehacer la plática con Rigoberto y las olas de Acajutla que le hacen recordar  su hijo a Roberto, vuelvo al instante en que conocí por fin a Santiago con todas las frecuencias radiales resumidas en su Radio Venceremos.  Allí mismo, donde bate la mar del sur se sumerge Alejandro Urizar, allá mismo, desde las ventanillas Vladimir Baiza me da su tono triste, de hermano de todas las guanaxias en el torbellino silencioso en que ha quedado El Salvador.



¿Querías que te trajera algo, Esteban, mi pequeño trotamundos? Te traigo un nombre: Juayúa, te traigo lluvia y viento, un país pequeñito para que lo cuidés como aquel Chaparrastique que guardo siempre desde niño, en la orilla de toda carretera.