miércoles, 27 de diciembre de 2023

Sur del mediodía: una reseña de Guillermo Acuña, Costa Rica

La siguiente reseña fue escrita por Memo para la presentación del poemario en los salones de la Universidad Nacional de CR, en la edición del Festival Internacional de Poesía de Costa Rica, 2015. 


El sur es un lugar que reconozco

Una cálida tarde de diciembre pasado en Tegucigalpa (2014), conocí a Fabricio. Tenía referencias de su trabajo, de su animosidad y de su compromiso por amigos comunes que me fueron relatando sus historias, primero en la resistencia, luego en su convencida propuesta política. Nos saludamos. Nos dimos la mano. Creo que ese será el único momento en que Fabricio y yo nos daremos la mano en la vida, pues a partir de allí es obligado el abrazo y el acompañamiento. Así, como hermanos.

Ese mismo diciembre me acompañó solidario a la presentación de Amares, publicado por las amigas de Editorial Ixchel, de Honduras, Venus y Karen. Conocí el mítico Café Paradiso, abracé al icónico poeta Paredes, nos bebimos una cerveza en honor a esto que somos.

Meses después, volvíamos de un hermoso encuentro poético en Xela, llenos de luz, historias y sueños. Fabricio nos deleitó con su conversación y su verbo, sus trabajos con los grupos urbanos en Tegucigalpa, o la vez que estuvieron en la cárcel él y sus amigos, solo por el sospechoso rasgo particular de ser poetas.

La noche anterior, en un cierre extraordinario e inesperado del festival, me había hecho conocer Los compas, los mismos que cierran este hermoso libro que hoy presento con mucha emoción.

Es este un trabajo en ruta con tres direcciones. “Sur del mediodía” es una entrega de un ejercicio ya realizado en el 2013, que vuelve a ver la luz en este San José indefinido, metafórico, i-rreal.

Este es un libro-viaje a un país que puede ser uno mismo, lleno de paisajes, bordes, gentes, homenajes. Lugares como islas, andenes y parques, muy cercanos o bastante lejanos, repletos de defensores de la luz, que una vez quisieron amar a la patria y sucumbieron, lleno de espantapájaros de hojalata que esperan ser salvados, cargado de poemas como niños que conocen el infinito sin mediar la palabra, aunque la ausencia quisiera ser nombrada.

El sur existe. Lo que es nombrado por primera vez (como la lluvia, por ejemplo) y la historia oficial no señala, por encontrarse en el pasado y detrás de la línea que define lo que vale en la memoria. Existe y tiene gente. Gente del sur.

El sur es todo lo que hay en eso que Fabricio llama geografía de lo extraño: a la izquierda el corazón y la vida, la práctica, la resistencia, el afecto, el frío canalla que deja en pie a los congelados. Para llegar a él no es útil la cartografía oficial, lo que los libros nombran, los mapas cuentan, pues los planos se despliegan en un papel imaginario.

Podríamos encontrar un correlato de esa geografía en dos textos hermosos y contundentes:

“Esta es la geografía de lo extraño, de lo que pocos cuentan en sus cartas de viaje y a lo que yo doy mucho crédito ante los mapas vacíos”.

“A la derecha

los límites de velocidad

las señales de no girar.

A la izquierda va el paisaje,

el sol cayendo rojo

como rojo mango

en la lenta luna.”

En este libro nos mueven viajes que nos ocurren como región. El Ticabús de la nostalgia. El niño que va de espaldas en un tobogán. Cuerpos de agua que van y vienen, como ese viento sin amarras. Viajes de los que no se regresa, pues se permanece solo para ser convencido.

Pienso entonces en esos migrantes de lo cotidiano, los sin papeles, los que llenan de historias las fronteras de esto que somos, los que se trazan rutas para llegar, si es que llegan, a sus verdades, sólo para convencerse, como ha dicho ya Sayad, que la nostalgia puede ser el motor de sus viajes incesantes. Somos piel de caminantes.

Fabricio y yo, todos nosotros, vivimos en una región llena de esos tiempos, de esos héroes anónimos y vigorosos que tejen como topos las historias de nuestros países que un buen día llamaron Centroamérica. Vivimos en lugares donde es necesario imaginarse órdenes, como el niño que se cubre los ojos para hacerse invisible, como esos países de nunca jamás en sus himnos.

“Yo siempre elijo las ventanillas que dan al sur.

Por la derecha suben siempre los policías,

por la izquierda

emigran los pájaros”.

Este libro nos entrega cientos de imágenes desde el lápiz de un fotógrafo de corazón de hierro y lata, que va captando lo que ve, en su vieja cámara de tonos sepia, pulmón de cuarzo: la mortalidad inmediata del mar y su primera vez primera, la ballena recurrente, la ciudad y sus árboles como recuerdo, la ciudad vieja y su silencio, las plazas con regazo que alivian el dolor de la gente, las fotos de familiares presos que podrían estar en estos momentos en el más absoluto de los olvidos, el polvo de un país que se derrumba (acá nos recuerda el poeta la insoportable realidad de las cosas, el trajinar de una región llena de golpes de estado, exclusiones, expulsiones, marginalidades, realidades fácticas).

La cámara como constelación de cuerpo que se une con el poeta para mirar más allá de lo que el ojo percibe. Este es un libro con una voz tiernamente desgarrada, llena de tonalidades donde la id y el regreso pululan y se resguardan, acometen y se contraen.

“Respiro y hablo,

advierto y predigo,

y aún así nada es suficiente”.

Es un pasaporte donde el poeta espera por el amor raro de las irlandesas, se declara duro, pero se derrumba con la sal y sus aguijones (“Llevo también la estampa de una familiar preso y golpeado”), se apertrecha en una identidad marcada por la angustia de la pregunta sobre quién es:

“¿De dónde es usted?

¿para quién escribe?

¿Cuánta tierra le tomará para volver a su tierra?”

En este viaje del poeta hacia el centro y el sur, reconoce que se puede mentir a la ley del movimiento, pues hay instancias y parajes que no necesitan ser conocidas de cuerpo presente, aunque creamos estar allí, apreciar sus olores y sus ritos. Conoceremos el hielo, amaremos en Escandinavia, traficaremos con dulces de Esquipulas. Seremos entonces empleados por las horas. Hablaremos en conversaciones donde lo central no sea la poesía, sino el silencio.

 

De todas esas cosas, estoy seguro, nunca seremos salvados.

 

Guillermo Acuña

Heredia, Costa Rica

13 de octubre de 2015.


 

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Arthur C. Clarke sobre la simbiosis de máquina y mente (I.A)


En la última escena de la película Una odisea espacial 2001, vemos al embrión de feto humano como alfa y omega del universo planteado. ¿Cómo era posible ese reinicio luego de que la misma inteligencia artificial de HAL se mostrara como el horizonte definitivo y que lo humano quedara irremediablente atrás? En este extracto de la novela puede estar una posible explicación.

 "Si había polémica entre los físicos, no era nada comparada con la surgida entre los biólogos, cuando discutían el viejo problema: '¿Qué aspecto tendrían los extraterrestres inteligentes?' Se dividían en dos campos opuestos... argumentando unos que dichos seres debían ser humanoides, y convencidos los otros de que "ellos" no se parecían en nada a los seres humanos.

En abono a la primera respuesta estaban los que creían que el diseño de dos piernas, dos brazos, y principales órganos sensoriales de superior calidad, era tan básico y sensible que resultaba difícil pensar en uno mejor. Desde luego, había pequeñas diferencias como la de seis dedos en vez de cinco, piel o cabello de raro color, y peculiares rasgos faciales; pero la mayoría de los extraterrestres inteligentes -en abreviatura generalmente empleada, de los E.T.- serían tan similares al Hombre, que podría confundíseles con él, con poca luz o a distancia.

Este pensar antropomórfico era ridiculizado por otro grupo de biólogos, auténticos productos de la Era Espacial, que se sentían libres de los prejuicios del pasado. Señalaban que el cuerpo humano era el resultado de miloones de secciones evolutivas, efectuadas por azar en el curso de periodos geológicos dilatadísimos. En cualquiera de esos incontables momentos de decisión, el dado genético podría haber caído de diferente manera, quizá con mejores resultados. Pues el cuerpo humano era una singular pieza de improvisación, lleno de órganos que se habían desviado de una función u otra, no siempre con mucho éxito... y que incluso contenían accesorios descartados, como el apéndice, que resultaban ya del todo inútiles.

Había otrops pensadores -Bowman lo hallaba así también- que sustentaban puuntos de vista aún más avanzados. NO creían que seres realmente evolucionados poseyeran en absoluto un cuerpo orgánico. Más pronto o m;as tarde, la progresar su conocimiento científico, se desembarazarían de la morada propensa a las dolencias y a los accidentes, que la Naturaleza les había dado, y que los condenaba a una muerte inevitable. Reemplazarían su cuerpo natural a medida que se desgastasen - o quizá antes-, por construcciones de metal o de plástico, logrando así la inmortalidad. El cerebro podría demorarse algo como último resto del cuerpo orgánico, dirigiendo sus miembros mecánicos y observando el Universo a través de sus sentidos electrónicos... sentidos mucho más finos y sutiles que aquellos que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás.

Hasta en la Tierra se habían dado ya los primeros pasos en esa dirección. Había millones de hombres que en otras épocas hubiesen sido condenados, que ahora vivían activos y felices gracias a miembros artificiales, riñones, pulmones y corazones. A este proceso sólo cabía una conclusión... por muy lejana que pudiera estar.

Y, eventualmente, hasta el cerebro podría incluirse en él. No resulaba esencial como sede de la conciencia, como lo había pribado el desarrollo de la inteligencia electrónica. El conflicto entre mente y máquina podía ser resuelto al fin en la tregua eterna de la completa simbiosis.

Más, ¿era aún esto el fin? Unos cuantos biólogos, inclinados a la mística, iban todavía más lejos. Atando cabos en las creencias de diversas religiones especulaban que la mente terminaría por liberarse de la materia. El cuerpo-robot, como el de carne y hueso, sería solamente un peldaño hacia algo que, hacía tiempo, habían llamado los hombres "espíritu".

Y, si más allá de esto había aún algo, su nombre no podía ser otro que el de Dios."


A.C. Clarke

Una odisea espacial 2001