Vi perderse en el horizonte a la caravana de los húngaros. Muchas mujeres -entre ellas mi abuela- conocieron el hielo por ellos, siglos antes que Aureliano Buendía supiera de la soledad.
Las carpas eran retazos de banderas y cortinas de muerto. Pero había algo que anunciaba el fin de los novenarios. Los húngaros traficaban flores de latón y dulces de Esquipulas. Cruzaron todo el yermo y construyeron las ciudades que han ido olvidando el sortilegio.
Sin palabra extraña, las calles se diluyeron y los edificios dieron paso a las abejas. A losniños nos pedían darle vuelta a la manivela, y las sillas voladoras giraban y ese girar se quedó para siempre en nuestros ojos, y nadie sabe qué cosa miramos cuando vemos las nubes girar en el torbellino.
En Escandinavia mordí un vaso de hielo y esperé que los cruceros se largaran hacia el Báltico. Lo mismo hice en el río de la infancia, pero esa vez fueron piedras y las vainas de las paternas arrastradas por los días.
En el altar de la casa vivió un San Antonio manco que a nadie enamoraba. Era la soledad tallada en madera.
F.E.
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