Uno quisiera, por lo menos,
que la muerte tuviera la decencia
de no espiarnos cada noche
con su ojo lascivo brillando
en las cerraduras.
Que al menos,
tuviera el sentido teatral
de ir preparándonos acto por acto
hasta llegar a un final de coros
como preludio
de nuestras últimas palabras,
máximas que luego servirían
para adornar nuestras tumbas
y para que la gente se enterara
que no fuimos mudas sillas
o unos perros que aullaban a la luna.
Pero no,
paparazzi detestable,
la muerte nos retrata como nunca fuimos
y nos pone a circular
por los diarios del mundo
con una sonrisa de impotencia
y de amarga desnudez.
¡Ah, pobres ángeles amarillos!
¡Ay, pobres demonios de terracota!
que sorprendidos
por el puro relámpago de la muerte
cuando llega
nos dejan viendo recuerdos
entre luces que se prenden
y se apagan
definitivamente.
F.E. Solares, 2004
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