sábado, 22 de mayo de 2010
El despertador - Fabricio Estrada
Todo lo que se puede soñar de más si no le prestás atención al despertador. Venís y mezclás los gritos que vienen en marea suave de la calle, unís los hilos que se escapan del sueño de tu mujer, los unís a los tuyos y tejés con él la figura del hijo, de la hija.
Por más que suene, no hay ninguna alarma, el mundo no se está cayendo y nadie te ha obligado a firmar el contrato de ponerte un resorte en el alma y tirarte así, sin más, con los ojos hinchados por tanta fábula inconclusa.
Todo lo que podés soñar sin esa desesperación insana royéndote el pecho, sin ese taladrar en los huesos y todas las chispas que saltan como en una fiesta china.
Por más que se espanten las palomas, tenés el derecho a soñar que volás al puro llamado de tu voluntad, cuando ves cornisas blancas y un paisaje extraño semejante a otro país que debés conocer algún día.
Nunca fue tarde –hay que reconocerlo- y nadie debe su vida a una tarjeta que el reloj perfora con chasquidos secos e indiferentes. Tac tac tac alguien clava una puerta desplomada por los años, tac tac tac, no es para vos ese morse misterioso que se vuelve tan natural como lo escuchado por un buzo que pasa los límites de la profundidad y aún así, continúa, en competencia por tocar el fondo donde brilla, tal vez, el número premiado 659 de la lotería.
Todo lo que se puede seguir soñando y vos venís y te tomás el costo de lavarte el cuerpo para entregarte limpio al forense, inmaculado, ya desayunado y meditabundo. Te subís al bus y así jurás que por diosito alguna vez viviste eso y que te lo están repitiendo como en el cine aquel de cuando ya sólo tenía tres películas de vaqueros, estrenadas una y otra vez a público lleno.
Suben todos los rostros ahora tan tiernos y familiares. Vos seguís pensando que llegarás tarde al turno pero que bien valió darle ese abrazote a los niños y besar a Cármen como aspirando el olor de un jardín.
Has mirado que el chavalo se arregla algo en la cintura y que se para de pronto como a bailar en salón vacío. La inercia del bus te lo trae por el pasillo y te parece tan igualito al Clint Eastwood que soñaste antes de cantar los gallos, tan parecido de ojos al túnel oscuro por donde caías, antes de sonar la alarma, pero que ahora son gritos y el corre corre de la gente que se salta los asientos y sale disparada por las puertas mientras vos recordás que en realidad se te olvidó poner la alarma del despertador y que esa era toda la intranquilidad de la noche, ese dar vueltas y vueltas que desveló a la Cármen, y es claro que sentís que ahora algo te despierta completamente después de buscar el pisto en tus bolsillos y vos negarte mudo a entregar la pistola de tu trabajo de washi. Tac tac tac, alguien sigue clavando o enviándote señales telegráficas que no podés entender por más que sepás que es para vos y que sólo vos has debido entenderlo.
Nunca fue tarde –habrá que reconocerlo- llegaste justito, puntual como nunca a la chamba equivocada, la chamba dura del chavalo, a su exótico oficio de plomazos y rabias mañaneras. Y él sabía que había que despertarte exactamente a las 6 y diez de la mañana. Así era la cosa.
Vos te perdiste, él no.
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