Un día me fui de camping a las bartolinas de los juzgados. Todo ese gusto por indagar desde la panza de la ballena ha debido quedárseme del extraño encierro que pasé en una noche en la Cuarta Estación de Belén. Todo estaba limpio, todo de película gringa o estampa fugada del pabellón de la muerte. Nada que ver con el empozado vapor del orín y las vomitadas de aquel purgatorio. Nada que ver, claro, pero en la luz clínica de los juzgados permitía ver lo que en Pompeya estuvo soterrado durante dos mil años.
Hay algo de tierno en estos testamentos, un formalismo de niño al que le piden hacer su relación de viaje después de la excursión al museo. Los operadores de justicia deben ser maquinitas de casino y los humanos encerrados ahí, apuestan a meterles letras en sus ojos antes de ponerles las monedas para caronte, claro, todo en sueños.
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