Antes del 18 de diciembre, cada Estado deberá adoptar una decisión. De nuevo el ilustre Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, deberá definir su posición sobre el espinoso asunto.
Ya que aceptó la responsabilidad de recibir el Premio, tendrá que cumplir la demanda ética de Michael Moore cuando conoció la noticia: “¡ahora gáneselo!”. ¿Es que acaso puede?, me pregunto. Cuando la exigencia unánime de los círculos científicos es que las emisiones de dióxido de carbono deben ser reducidas en no menos del 30% con relación a su nivel de 1990, Estados Unidos ofrece solo reducir el 17% de lo que emitía en el 2005, lo que apenas equivale al 5% del mínimo que exige la ciencia a todos los habitantes del planeta para el 2020.
Estados Unidos consume el doble por habitante que Europa, y supera las emisiones de China, a pesar de los 1 338 millones de ciudadanos con que cuenta este país. Un habitante de la sociedad más consumista emite decenas de veces más CO2 per cápita que el ciudadano de un país pobre del Tercer Mundo.
En solo 30 años adicionales, no menos de nueve mil millones de seres humanos que poblarán el planeta requieren que la cifra de dióxido de carbono que se emita a la atmósfera sea reducida a no menos del 80% de lo que se emitía en 1990. Tales cifras se comprenden con amargura por un número creciente de líderes de países ricos; pero la jerarquía que dirige al país más poderoso y rico del planeta, Estados Unidos, se consuela a sí misma afirmando que tales pronósticos son invenciones de la ciencia.
Se sabe que en Copenhague, a lo sumo, se aprobará seguir discutiendo para poner de acuerdo a más de 200 Estados e instituciones que deben dirimir los compromisos, entre ellos, uno importantísimo: quiénes y con cuántos recursos contribuirán los países ricos al desarrollo y el ahorro energético de los más pobres. ¿Acaso existe margen para la hipocresía y la mentira?
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