De pronto la muerte -o el régimen de facto, es lo mismo- nos quita algo que amamos, algo entrañable o, al menos, algo que formaba parte de nosotros y que sólo al sentir el hueco de su vacío lo reconocemos y nos duele.
De repente alguien llama o nos escribe y nos dice: “Ha muerto…” y el nombre del amigo y sus gestos irrecuperables y los encuentros perdidos y lo que nos dijimos y lo que ya jamás podremos decirle, se convierten en un atroz remolino gigante y oscuro que gira en nuestra cabeza y taladra nuestros pechos en busca de más, hambriento, asesino.
Todas las muertes de la Resistencia las hemos sentido en mayor o menor intensidad: a través de las lágrimas vimos pasar a nuestro lado el cuerpo desmadejado de Isis Obed Murillo, yéndose en un hilo de sangre luego del brutal balazo; en una libreta de Arenales reconocimos el nombre -anotado apenas unas horas antes- de Pedro Magdiel Muñoz (más de cuarenta heridas de yatagán se lo llevaron a lo ignoto); respiramos el mismo gas que acabó con la flor de la vida de Wendy Ávila; Juan Barahona, Carlos H. y otros cientos de hondureños y hondureñas éramos sometidos a fuerza de toletes, mientras unas cuadras más adelante Roger Vallejo era asesinado a sangre fría; 1985 en la colonia La Haya se agolpa en la memoria al recordar al mismo Jairo Sánchez con el que compartí amistades y conversaciones y ahora yace en la sombra definitiva a la que fue arrojada por un balazo en su rostro disparado por los cuerpos represores; Walter Tróchez parece todavía conversar infinitamente conmigo frente a la Universidad Pedagógica.
Así hemos vivido, hemos sufrido, cada muerte de los amigos y amigas, de los compañeros de lucha, como propia; porque, en verdad, algo nuestro también ha muerto cuando el último hálito de vida escapaba acabando con su existencia. Su sangre cayó en las calles, a la vista de los ríos populares; en la profundidad cerrada y muda de las montañas; en la intimidad violentada de sus hogares y apartamentos; en lo conocido y en lo inesperado. Pero su sangre también cayó en nuestros pechos y en nuestra memoria individual y colectiva, en el terreno de nuestras convicciones más acendradas, sobre la patria mancillada.
El asesinato de Edwin Renán Fajardo Argueta es la más reciente y aguda espina que nos han clavado los asesinos que sostienen a este régimen usurpador y brutal.
Renán Fajardo es la dolorosa llama que arde en la noche golpista como un faro de dignidad que señala, inconfundiblemente, nuestros objetivos y horizontes de lucha. Veintidós años, “vago” (según los golpistas) egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes y estudiante de arquitectura, artista visual en resistencia, valioso militante de la Resistencia, humano, entrañable y demasiado humano.
Su muerte, su asesinato, nos ha tocado como un rayo. Es imposible no ver cómo el cerco se cierra a nuestro alrededor, cómo la muerte hace su entrada y nos señala, cómo la insensatez y la mezquindad y la miseria y la vanidad y el afán de poder y la frialdad y la insensibilidad y la inhumanidad y la oscura maquinaria del régimen de facto le entrega papelitos de encargo con nuestros nombres a la muerte.
De todos, hasta ahora, el asesinato de Edwin Renán Fajardo, es el que nos ha revelado una forma de dolor tan inesperado y desconocido que no acertamos a asimilarlo; y nos desdibujamos por las calles como fantasmas penitentes que arrastran un deber inconmensurable no cumplido; nos quedamos como un fardo de impotencia e ira, sellado con cintas de hierro y sangre; nos llena de lágrimas pesadas y amargas que rebasan nuestro dominio y orgullo; nos deja en medio de la gente, vaciados de vida, como si el coágulo que ahora es Renán fuese un imán que incontenible lleva hacia sí toda nuestra humanidad y esperanza.
Y vamos a él, y vamos a ese sagrado territorio donde resisten al olvido nuestros muertos, donde los huesos brillan afilados en busca de justa venganza, donde nuestros mártires meditan su estrategia y saben que somos sus consumadores; vamos en busca de “la fuerza que a través del tallo impulsa a la flor”.
Pobres palabras pobres para tanto dolor e ira. Vida tendremos, sumados en uno sólo, para vengar tu muerte, Renán, hermano, donde quiera que estés, mártir de nuestra Historia, valiente artista de nuestro empeño, tierno comandante de nuestra Resistencia en el más allá de nuestra lucha.
S.T. Poeta, pintor, narrador
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