Cuando le digo a Esteban vámonos para el sur, generalmente entiendo que le estoy sugiriendo una dimensión en el tiempo, una aventura dísloca donde las mayores simplezas toman la batuta.
Desde que subimos al bús ya hemos entrado a la órbita de la ensoñación, pues no avanzamos ni 15 km cuando el sur ha cambiado de color y el viento frío y la neblina arman su túnel de lentitudes. El sur es a partir de ese momento la lluvia, un estruendo extraño, blando, casi sordo, y todos sentimos como debieron sentir los soldados al acercarse al frente. Entonces sí, el bús es una trinchera de aproximación donde nos preparamos en silencio mientras afuera silban millones de gotas y las cortinas se inflan y desinflan como agallas de una barracuda mansa.
¿Cómo le explico a Esteban que no saldremos de casa porque la lluvia no se detendrá hasta de aquí a 4 siglos? "Cuando escampe veremos dinosaurios -le digo- y el Loch Ness habrá derivado hasta aquí con todas sus criaturas". La noche no cae, cae esa impresionante lluvia que al igual que el bus, tiene su propia respiración. Cuando baja su nivel, como en una exhalación viene la neblina y lo cubre todo, serpentea sinuosa pero rápidamente vuelve a su intensidad maniática.
Entonces viene desde otra vertiente un silencio húmedo que ya no nos permite nada. Ni el recuerdo. Brotan infinitas plantas a nuestro alrededor.
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