martes, 8 de junio de 2010
Educación y represión - Julio Escoto
Cuando se reflexiona sobre la violencia se debe aceptar que la misma refleja formas de tensión social. Por diversas causas el tejido de relaciones de un grupo humano –villas, municipios, pueblos, ciudades– se corrompe, empieza a modificar las reglas que lo cohesionaban y a distanciarse sus miembros, luego a separarse y desconocerse (lo que implica negar sus vínculos de respeto y solidaridad) hasta que son entre ellos completamente ajenos e indiferentes.
De allí que dispararle a un vecino, o hincarle cuchillo a un pasante, no signifique dolor ni remordimiento (no sabe quién es y, peor, ni siquiera quién puede ser) sino una experiencia de extrañeza (pues la víctima es un fulano ajeno al círculo familiar o social, a quien se debe nada)... Cuando eso sucede, cuando ya no queda el menor rasgo de identidad (mejor dicho de comunidad) entre asesino y asesinado es que el conjunto de ideas (valores, principios) que armonizaba a ese grupo se rompió, explotó en cruda escala. Es como la torre de Babel, que unió a los hombres para construirla pero que conforme los fue invadiendo la modernidad –se fueron especializando y concentrando en sus egoísmos– imposibilitó la comunicación.
Dije que entre víctima y victimario se da la sensación de que nada se deben y eso es terriblemente importante pues identifica sitios de ruptura. Cuando vecinos, conciudadanos o habitantes de una nación desconocen qué los une, matarse no es problema, pues se agotaron los entramados de amistad y cariño. Si conocí a tu hermano, padre o abuelo –lo que forja entre nosotros algún vínculo intelectivo o emocional, no importa cuán débil– agredirte se me hace difícil; respeto a "aquel" (hermano, padre, abuelo) que me hizo favores o conocí. Así que resolvamos nuestras diferencias por caminos del bien.
En cambio si sos totalmente extraño, si ignoro tu clase, procedencia, etnia o religión, si aparentas más violencia que yo, mi solución única es eliminarte. Sos raro, ajeno a mi círculo ambiental, sospechoso y de peligro, alienígeno, y, excepto por la común pobreza, nada nos hermana, vas condenado a desaparecer. Balas y puñal operan sin identidad...
Pero, ¿qué valor tiene esta cháchara sociológica ya suficientemente teorizada por Freire y otros?... Uno importante, el de la educación social...
Pues es obvio que los índices de inseguridad y violencia cotidianas no serán jamás rebajados solo con represión policíaca, ya que sus raíces calan más hondo en el subconsciente colectivo y en las nuevas caras de personalidad que va adquiriendo y modelando el hondureño consigo mismo. Dejamos de ser sociedad rural pero aún carecemos de la mínima dignidad urbana: nuestras ciudades exhiben terribles ausencias y las derrumban los aguaceros. La población percibe, real o erróneamente, que es solo objeto de explotación para los políticos, el comercio y las religiones, y eso la obliga a la duda, la desconfianza y la agresividad: su primera respuesta, su inicial reacción ante lo inesperado es violenta ya que viviendo entre "extraños" (con quienes siente que nada la liga) solo debe esperar acciones violentas.
Aquellas que fueron anclas elementales de su identidad (territorio, lengua, religión) se modificaron sustancialmente y ya no sirven de asidero ante la incertidumbre. La patria es vendida y repartida; el idioma se vulgariza y a la fe la sujeta el dinero. ¿En quién o qué creer si las personalidades supremas (políticas, religiosas), que debían ser modelo y ejemplo, privilegian la violencia? El país tiene que reconstituirse para sobrevivir y ello implica una monstruosa tarea de redefinición de valores y de clarificación de posiciones y roles. Prácticamente hay que refundar la república.
Para esa tarea se ocupa a un gran psiquiatra, o un equipo de pedagogos, que en vastas campañas de educación social construyan ese fresco imaginario de patria que ocupamos para detener nuestra autodestrucción y ser felices. En tanto se obvie este componente nada cambiará.
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