Quizá, bajando de un avión en viaje directo desde Nueva Zelandia. Ni una sóla casa está en pie: lo que vemos es la forma de las casas en las nubes de polvo.
Nadie se ve.
Prefieren no delatarse con esa mirada acuosa de las focas con su dulce grasa tentando a los arponeros.
Hace muchisimos años instalaron una enorme bocina de alerta aérea en el Juana Lainez. Los bomberos la prendían.
Todos recordábamos que era hora de almorzar ,y los cadáveres esperaban su turno, cruzados de piernas en los muebles rojos.
Yo hacía la digestión subiendo al balcón para ver los gatos. Amanecía, aunque tal véz, cualquier hora era amanecer.
Supe de la vida por los barriletes gigantes que en noviembre volaban cerca del Estadio. Algunos tenían la forma de una manzana encaramelada y los otros, revoloteban a su alrededor.
La alerta aérea se rompía las cuerdas avisando la llegada del miedo y pronto, los bomberos corrían sin sentido alguno, apuntando sus cañones a los niños bonzos.
Llovía. Era la primavera.
F.E.
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