Yard
De vez en cuando
viene un hombre
y corta la hierba crecida,
la mala y la buena
y las flores con las que
no hay caso
esas que casi se lanzan
bajo el cuchillo o bajo la bota
y que una vez derribadas
parecen una familia.
Recuerdo bien
a todos los que han venido
por este trabajo.
José medía metro y medio
y casi cortó a mi perro en dos
demasiadas veces.
Mi padre dejó
que plantara maíz
y que encantara serpientes.
Mascaba tabaco.
nadie fue más obsceno
con mi madre
y jamás conoció
la gasa estéril.
Nunca fue más dueño
que su maldad
y sus mazorcas.
Murió entre hermanas carmelitas
y el corazón le quedó
como un sombrero retorcido.
Felix llegaba y se iba
caminando. Casi quince kilómetros
con casi ochenta años
y lo hacía sin quejarse.
Sus ojos eran mapas
para hallar agua.
Como esperé en vano
que un día dijera:
“la verdad no necesito usar cuchillo:
la hierba cae porque cumple sus promesas”.
Por las noches Molina
cuidaba una gasolinera
pero a la luz del sol
lo suyo era la jungla.
Sentado en un quicio roto
tomaba café frío
de una botella de salsa
y respondía preguntas
como un oráculo
al que Dios le negó
un mejor empleo.
La verdad, cuando se iba
dejaba todo igual.
Si acaso le robaba a mi padre
sólo pido que les haya robado más
a los que lo merecían:
al vicario
al sacristán
y al dueño de la gasolinera.
Eduardo es el que viene
en esta época.
Él y mi perro en esta época
se aman como si en otra vida
hubieran compartido celda y pan.
Habla demasiado,
pero le hace la guerra mecanizada
a cualquier cosa fuera de lugar.
Intento leer sus labios
cuando trabaja
y parece que reza.
Parece decir:
“las rosas jamás vivirán bien aquí.”
Nada cambia en mi casa.
La hierba crece
y la cortan
y la apilan
y se seca.
Aún a veces cuando paso
junto a los montones
de hierba apilada
los deshago a golpes.
Porque estos no son buenos días
porque hay viejos asuntos
que saldar
y sombras
y equipos de fútbol
que se desangran junto al camino
y de las cosas salen gritos horribles
como de academia de karate.
Porque tengo treinta años
y esto es lo que recuerdo.
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