domingo, 26 de septiembre de 2010

Juan Domingo Torres o el traslado infinito



Ese día, algo le pesaba más de la cuenta a Juan Domingo. "Mi alma sólo tiene seis cartuchos y no he disparado ni uno"-me dijo.

La esquina de la Librería Soto se dobló como vista desde un ojo de pescado (la mirada de Juan Domingo tenía 360 grados). La última Garza del ParqueValle se tiñó de un rojo moscovita muy particular. Si hubiéramos tenido a mano el "apartado" de Paradiso, no hubiéramos parado de hablar hasta pasadas las once de la noche o las once cervezas. Hubiera viajado de nuevo -eso me pasaba cuando hablaba con él-, hubiera visto muchas sombras alrededor de él y, con la doceava cerveza me hubiera percatado que eran las presencia de todos los amigos idos; muertos y vivos.

Durante casi un año duró su traslado de Comayagüela al Barrio Buenos Aires. Cargaba los tomos de dos en dos, como en las tomas o chupas, pero sobretodo, de dos en dos, como en las vidas paralelas de cuánta biografía artística recordara. Durante casi un año lo vi, caracol transparente, atlás apócrifo, cargando en su morral de cuero los libros de su biblioteca. Estoy seguro que hizo su cama, comedor y demás enseres, de puros libros.

Cada vez que me lo encontré me dijo "estoy trasladándome", y yo estoy seguro que se trasladaba hacia dimensiones y no hacia Buenos aires. Tuve la oportunidad insospechada de ser su amigo. En medio de mis primeras lecturas de poesía vi pasar sus palabras de aliento y, después, en medio de nuestras parrandas compartidas, ambos, vimos pasar desde botellazos hasta criminales interpretaciones de kareoke.

Y siempre la historia del arte, siempre en la espiral de su casa ermitaña Marx y el viaje, porque hablar de Marx era verlo subir al barco por el puerto de La Habana, rumbo a su entrañable Unión Soviética. Una vez cruzada la Plaza Roja y la anécdota del limón y el vodka (¡pero qué cantidad de dinero pagué por esos limones que pedí!), cada palabra derivava hacia la poesía y hacia Rigoberto, hacia la guitarra y Muñoz Tábora, hacia la pistola y el tambor que rodaba por las calles, hacia la nostalgia de toda su infancia y sus primeras lecturas o las lecturas que ciertamente fueron toda su infancia.

Juan Domingo pasó muy cerca de mí hace apenas una semana, ya muy delgado, cerca muy cerca del Variedades dormido. La prisa me hizo pensar que podría verlo unas horas después, en Paradiso, pero el otro ladrón, el tiempo, construyó esa despedida fugaz sin permitirme siquiera saludarlo.

¡Tanta plática, caramba, tanta plática sin registro! Juan Domingo me convenció que lo más importante de la apreciación artística pasa en lo cotidiano, en la conversación menos planificada, pero claro, en la plática y con "el platicador" que uno decide elegir. A estas alturas, puedo asegurar que fue Juan Domingo el que eligió morir, justo en el momento en que sus libros se encontraban completos, uno por uno trasladados hacia ese domicilio al que todos, un día, visitaremos, no sé si para leer sin descanso o para platicar platicar y platicar...

1 comentario:

Yeco dijo...

Durante muchos años Juan Domingo y Yo mantuvimos un pleito que en devenir del tiempo ninguno de los dos supimos los orpigenes del mismo, una noche me le acerqué al final de un concierto y le pedí disculpas por las ofensas reales o imaginarias que pudiera haberle hecho y que le patentizaba todo mi respeto y admiración como intelectual y hombre de estética.

Me miró y dijo: Yeco, llegaste en el momento más oportuno para tomarnos un trago.

Esa noche hablamos horas y horas y por primera vez me di cuenta del maravilloso pensador que estaba frenter a mi, desde ese día siempre que lo encontraba me saludaba con mucha alegría y respeto.

Mal para la patria y sus amigos perder a un intelectual y amigo así.