Detrás de una cinta de seda bordada con manos esclavas yace el traje oscuro del nuevo presidente de Honduras, don Porfirio, un hombre de cerro abierto al igual que don Manuel Zelaya.
La televisión local a destajo soltó las imagines del circo en vivo, del traspaso presidencial de la ultima pantomima de la democracia estilo Honduras.
Solo dos presidentes vinieron de visita de los 256 que tiene el mundo.
Ricardo Martinelli de Panamá, un velón del imperio, arrastrado con ansias de ser el satélite de EE.UU. Y el presidente de la república de China (Taiwán)
Ma Ying-jeou que ni idea tiene que idioma se habla en Honduras y para qué sirven los garrotes que se usan en un golpe de Estado, porque allá en su país se usan para hacer palillos chinos.
Detrás de todo este teatro carísimo y malo, están las calles, abandonadas, aunque por ella caminen 350 mil almas de rojo y negro, con la dignidad en las espaldas y en la vida, gritando, aclamando al presidente del pueblo: Manuel Zelaya.
Pese a esto, las calles están vacías, sin Manuel Zelaya, ningún viento pasa por la ciudad, ni ese aliento helado que en las noches verdeolivo se congelaba en las afueras de la embajada de Brasil, donde el hombre estaba secuestrado, rehén de gorilas enfundados en un caparazón servil de burgueses horrorizados por el pueblo.
Zelaya se fue en un avión con su sombrero, su mujer, su hija y su nieta que caminaba triste con un vestidito rojo, volándole como un pájaro herido en medio de este pálido azul que es la patria que dejan.
Mel solo dijo 7 letras: “volveré”…
Eso fue todo, no había más palabras; eso lo encerraba todo, allí en esas 7 letras estaban la utopía y los sueños, la esperanza y la lucha, la dignidad y la masa, la fe y la locura, la razón y la lágrima.
El avión voló junto al presidente Leonel Fernández de República Dominicana, solo se vio la sombra en lo alto del cielo ya oscuro por los últimos adioses de la muchedumbre chusma que abajo lanzaban besos y abrazos para el hombre que dio todo por ellos.
Detrás de eso, las calles es un desierto, vacío, sin gorilas y sin nostalgias, sin fantasías y sin humo, sin retenes y sin cobardes trincheras, abandonadas esas calles por donde franqueó el paso redoblado de los fantasmas verduscos. Cruzar por esas aceras donde los compañeros dieron la batalla envuelta en pañuelos rojos y banderas blancas, solo los grafitis quedan en las paredes con un “te amo patria” y una beso marcado en la pared de la embajada brasileña para un amor perdido.
Las calles no son, ni serán nunca iguales sin Manuel, sin la lucha que el abanderó, sin la fuerza que el dio, sin las palabras que el lanzó como un barrilete místico, sin Manuel las calles de Honduras son huellas frescas en el asfalto, nada camina, nada anda, solo los pasos perdidos de una anciana buscando entre la basura los escombros de la democracia.
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