Al nacer
mi torpe cabeza intentaba
centrarse sobre el mundo
Midnigth train to Georgia
le hacía duermevela
a una desvelada enfermera de turno.
Era 1974,
Gladys Knight & The Pipes
competía en el ranking con
The Simon Park Orchestra,
Gran Bretaña también dormitaba
con Eye level
y en Honduras, el ojo del Fifí
aún miraba estrábico
los campos bananeros que confundió
con pistas de baile.
No fui ningún elegido, pero sin duda,
mi madre se habrá alegrado mucho
de verme completo y normal,
digno hijo del Año Mundial de la Población,
pequeño tigre sin rayas, pero normal,
“puro agujero en la transparencia”
como lo diría la aburrida voz de un poeta
qué se yo
era un día para leerse un catálogo de Avon
o para comprarse la colección Deluxe de Atalaya.
Algunas cosas habían pasado:
mi padre pasó de largo, por ejemplo,
con sus pantalones campana alborotando los pasillos,
los lamas cruzaron la calle, preguntaron una dirección
y se fueron directo hacia el Tibet,
no era yo el elegido, lo repito,
las únicas palomas que revolotearon sobre mi cabeza
fueron los psicopompos que se llevaron las almas
de los muertos esa mañana en el Hospital Escuela,
en aquella Tegucigalpa de hastíos
y de radios Philips anunciando la hora.
Cuando por fin me envolvieron
pensé:
¡Vaya, como que a esto le hace falta
un poco de movimiento!
Empujé con mis piernas y grité,
berrié hasta que cada grito se me fue haciendo verso
sin saberlo pero verso,
una maraña de sonidos que multiplicó mis creencias
y que hasta ahora sigue regresando
y haciendo mío todo lo que otros
reniegan como época
o lo que simplemente era para mí
el más pueril derecho de canturrear
algo parecido al rock
y no a una orquesta.
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