Y yo lo que veo es el alzhéimer con sus retículas bien formadas, dándole espacio al gesto obsceno de olvidarlo todo con una seña y un dedo particular bien dispuesto y elevado.
Yo lo que veo es la medrosa huella de las neuronas que, fosilizadas, surgen impúdicas en las palabras entrecortadas de los buseros y guashimanes, aves de presa que alguien pone en reversa con sus alas trabadas, junto al cableado del viento, arrimadas a los muros, las aves en picada dentro de mi ojo.
Pues yo lo que veo –y ver es un decir- es el pestañeo que borra los cimientos y arremete lúbrico sobre los dedos en busca del bocado, que escarban los dedos, que hurgan los dedos y enhebran y le buscan camino a la sinapsis que no llega pero que a veces llega como un delfín acosado o un medio orgasmo a los voraces ovarios.
Y yo, y quién más, pues, sigo viendo mi mano poseída saliendo como una colt 45 antes que la magia se raje y se vaya a posar junto a los santos, carcoma sublime, termita en andamios, corpóreo simulacro que no se presta al flash ni a la lisonja del blanco y negro que, como una escoba, esconde bajo la cama la sucia alegría del estanco en sombras discretas y en los malabares de unas siluetas que se riegan como tinta sin saber, sin pensar, sin sospechar a verse en portadas, todo glamur, todo nada, pero ahí, en el descaro de varias bofetadas que despiertan o hunden el puño más cerrado, el más labriego, la maza de luces que revela de un golpe al estrépito y al otoño minúsculo de la piel que se cae, al paisaje que se dobla como un tapiz y a las burbujas que se levantan tras la quemadura.
Yo veo entonces y empalmo un camuflaje que no podrá burlar la muerte, porque tras el gran simulacro de la pose y el destello ya se está muerto una vez dentro de los ojos.
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