martes, 4 de noviembre de 2008

La Prieta, relato, F.E.®


En principio, estos dos relatos que posteo, forman parte de una serie a la que he llamado -y espero que así quede hasta una posible publicación- Acto Final, tratando todos los relatos sobre entierros o funerales.

La primera vaca mugió largamente y nadie le prestó atención, los mozos cargaron el ataúd y pidieron que les abrieran paso. Aún flotaba en la sala el rancio olor de 1975, vaporoso como una infusión de pino, humedad de alcoba y Agua de Florida. La viuda, completamente vestida de sombras, orquestaba el dolor general con un imperceptible paso de tango que retrocedía y avanzaba con las notas que la banda contratada hacía flotar sobre todo el pueblo.
La multitud era impresionante; eran tantos los que adeudaban algo a aquel muerto, que todos se sintieron en el deber de saldar su vergüenza acompañándolo, hasta el lugar donde las riquezas pasan de manos hacia la heredad del vacío.
Cuando la segunda vaca mugió, la multitud entera giró su cabeza y se encontró con el extraño espectáculo de un hato ganadero que, impasible, seguía al cortejo fúnebre por toda la orilla del cerco de púas, alambrada que llegaba hasta las mismas puertas del cementerio, como un hilo de Ariadna al que se debía seguir para no perderse detalles del laberinto mortuorio, que ante los ojos vacunos, se mostraba como un penoso trayecto del amo hacia el matadero.
- Caramba, son las vacas de Foncho –dijo la viuda a una amiga- si vieras cómo lo querían. Hasta en sus últimos días las fue a ver. Pero era a esa vaca prieta la que más quería. Cuando le puso sello, él mismo se encargó de curarla para que cicatrizara rápido…si viera…

Y siguió contando mil ternuras de su hombre en vida para con la vaca, que sin pensarlo dos veces, todos lo comprendieron: la mentada vaca tendría la vida asegurada y moriría de santa vejez.
Un culto de rumores comenzó después de finalizar el entierro. Para la mayoría, esa vaca era la personificación de la prosperidad de Don Foncho y así debía tratársele, con respeto y miedo, como se le debe a toda vaca empautada.

Pasaron muchos pastos verdes y secos, en el rastro fue sacrificado todo el hato del finado Foncho menos aquella; la gente se fue olvidando del memorable entierro hasta el punto que ya nadie se inquietaba al ver a aquella vaca prieta deambulando arrogante por el pueblo, como si todo el pueblo fuese su potrero particular. Se fue haciendo costumbre persignarse cuando ella mugía, pero ya como un acto mecánico que los niños traducían en un juego de tocarse la cabeza y gritar “¡la bendición de la vaca! ¡la bendición de la vaca! ¡muuuuuuuu!” Pero en el fondo -¡ay San Francisco de Asís!- nadie evitaba el pavor de reconocer en ese animal el signo de la muerte y de la bonanza malhabida.
Porque a la viuda de Don Foncho le fue yendo cada vez mejor, sus tierras se multiplicaban y la producción de leche se desbordaba por toda la región en caudalosos ríos blancos. Todos comían y bebían de las entrañas de aquel misterioso caudal, y a la vez, todos callaban, sabiéndose alimentados por un mal inevitable.
Y sucedió que en una medianoche de vapores y cenizas inusuales, cuando todos esperaban el crujido de un cielo de barro horneado hasta sus límites, se escuchó vagar a un enorme toro que resoplaba en las puertas y hacía resonar sus pezuñas en el empedrado. El peso de su silencioso deambular se dirigió hacia los corrales de la anciana Pastora, la viuda, y no faltó un testigo que contara que, sin mediar esfuerzos, un enorme toro blanco saltó las cercas y se ayuntó sin preámbulos con La Prieta.
El clima se refrescó inmediatamente y dentro de las casas, se sacaron las colchas para embrujarse de pies a cabeza, ateridos por el espanto.

La Prieta murió de ese primer y único parto. Al momento no se supo de su cría, pero hubo quienes juraron encontrar rastros de un ternero de tres pezuñas en dirección al cementerio, sospecha que adquiriría matices de horror al encontrarse el feto malformado de un ternero de cinco patas yaciendo sobre la tumba de Don Foncho. Doña Pastora no volvió a salir de su casa ni los niños volvieron a jugar a la bendición bajo pena de castigo y encierro. Nadie volvió hablar sobre el tema hasta que 23 años después Doña Pastora fallecía justo cuando los ríos ciegos de un huracán latigaban al pueblo sin piedad.
Al escampar, se retiró con prisa el cuerpo de la finada y se llevó a cuestas al panteón. No hubo banda ni buenos recuerdos que comentar. Cuentan que las vacas volvieron a acompañar el sepelio, siguiendo el antiguo alambrado de púas que se mantenía precariamente en pie, lleno de óxido, inexorable ante los ojos de los animales. Solas y sin dueños, fueron desapareciendo una a una, en un abigeo feroz que no tuvo contemplaciones ni con los terneros recién nacidos. Huesos, rabos, cueros, pezuñas, vísceras, nada escapó a las fauces de un pueblo que había decidido tragarse para siempre la culpa de haber participado de las bonanzas que brinda el diablo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Excelente!

S I R M dijo...

muy bueno, me gusta tu trabajofrunt

Fabricio Estrada dijo...

Se agradece los comentarios, ese es el mejor motor par un escritor, los espejos.