martes, 4 de noviembre de 2008

La excomunión, relato. F.E.®


Desde hace algún tiempo he ido sacando en forma de relatos algunas vivencias de Sabanagrande, no sé exactamente si vivividas en sueños o en la realidad. En el pueblo llovía siempre (no recuerdo más que lluvia) y la lluvia, daba ese suspenso que tiende a hacernos creer que nunca sucedió, que sólo fue un ruido extraño, alucinante o fascinante, un estado de la conciencia que sirve como paréntesis para un nuevo comienzo.


El torrente inusual de un invierno lleno de ira se arremolinaba en el aire, y caía, con golpes de mar, sobre Sabanagrande. No se sabía la hora ni el hambre, encallados en la glorieta del parque esperábamos que escampara, como pájaros abatidos.
Con los ojos fijos bajo el agua, nos sorprendimos, cuando de la esquina que conduce al atrio de la iglesia apareció de pronto un cortejo fúnebre,cuyo féretro, alzado por cuatro borrosas figuras, se detuvo, a contraviento, frente a las puertas cerradas.

Llamaron a ellas pero nadie abrió. Insistieron, la lluvia golpeó contra los candados del templo, pero nada. La mole barroca no abrió su boca y sus campanas se fundieron en el estruendo sórdido de la tormenta. Por unos instantes, los hombres que cargaban al muerto, oscilaron en la duda y luego, en una conversación rápida y gestual decidieron dar vuelta atrás y dirigirse al cementerio con paso rápido.
La curiosidad se apoderó de nosotros que decidimos acompañar de largo al entierro, el primer entierro sin campanas ni rezos que habíamos visto en nuestras vidas.

El largo recorrido hacia el cementerio fue la imagen de una barca oscura cuyos remeros, batían las corrientes que se despeñaban por la cuesta empedrada. Atrás, vadeando su estela de muerte, íbamos nosotros, como delfines del leteo. Al despuntar los dos inmensos ceibones que abren paso al camposanto, los hombres se detuvieron, bajaron el ataúd y rezaron largamente.
Los ceibones burbujeaban y ladeaban sus enormes copas, zarzas fragorosas que semejaban corales monstruosos bajo aquel inagotable temporal. Una vez terminadas sus oraciones, los hombres cargaron de nuevo al muerto y avanzaron entre los troncos, se detuvieron un instante ante estas otras puertas, dudando de nuevo, pero esta vez el vacío los flanqueaba y entraron, hieráticos y con un mayor estruendo en su silencio.

Sin que ellos notaran nuestra presencia, pudimos colarnos hacia una buena posición desde donde pudimos ver que adentro, los esperaban dos peones que, en un esfuerzo frenético condenado al fracaso, trataban de sacar el agua que anegaba la tumba abierta por ellos mismos. Los dolientes, bajaron el ataúd y esperaron, pero muy pronto se dieron cuenta que los peones necesitaban de su ayuda y, con latas que servían de floreros a otras tumbas, comenzaron a achicar aquel pozo dentro del cual pretendían sumergir a su deudo.

Y no les quedó otra que aceptarlo: la tormenta no cesaría ni la tumba dejaría de colmarse de agua. Se cruzaron un par de miradas, bajaron la cabeza un instante –de nuevo en ese instante en que la vida se suspende como una gota de lluvia en las nubes- y procedieron a depositar el cajón en su interior.

Pero nada los preparó para el rechazo manifiesto de la tierra, que una vez sentido el áspero pino en sus entrañas, lo vomitó al acto como si de un corcho sumergido se tratara. Sin amilanarse, tomaron las palas y piochas y con ellas intentaron empujar el cajón hasta el fondo, mientras éste burbujeaba convulso. Pero nada, la tumba no lo quería recibir y la tormenta arreciaba contra las tablas en medio de un trepidante encono.
Consiguieron piedras y cruces de cemento arrancadas, le arrojaron encima hasta la grava que en principio estaba destinada para la plancha y para terminar de hundirlo, hicieron el gesto definitivo de lanzarle la lápida.

Todo quedó para la lluvia y nuestros recuerdos. Los hombres se persignaron y se perdieron en el regreso presuroso hacia el pueblo. La tumba del suicida quedó completada con todos los escombros que la lluvia le arrancó a la vida ese día.

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