Hace algunos años vi un programa donde Joan Manuel Serrat se iba de incógnito guitarra y amplificador en mano, a un parque de Barcelona para ver cómo respondía la gente, si lo reconocía o no. Llegaron dos y al rato lo reconocieron, así que comenzaron a regar el rumor y pronto, toda una multitud se reunía alrededor de Serrat hasta convertir el acto en un concierto con todas las de la ley. De manera coincidente, encontré este artículo en la Revista Arcadia (por lo visto no hay coincidencias sino que intensas búsquedas, como diría Cortázar), reflexión editorial que ahora les comparto.
Hay una incómoda pregunta que muchos lectores se habrán hecho alguna vez en la vida, y que tal vez no haya querido responderse. ¿Qué pasaría si a uno lo pusieran a leer grandes obras de la literatura sin que en ninguna parte del libro apareciera el nombre del autor? ¿Alabaríamos con tanta convicción la sutileza de un cuento de Chejov? ¿Nos perturbaría tanto un monólogo de Samuel Beckett? ¿Aplaudiríamos de pie y con tanto ahínco a García Márquez?
En otras palabras, ¿cuál es el peso real, el tamaño de la influencia de la sanción de la historia sobre nuestros juicios estéticos? ¿Cuál es la dosis de oculta hipocresía que manejamos con nosotros mismos cuando decimos que nos encanta Mozart o Bach o Picasso o Miguel Ángel? ¿Realmente somos capaces de reconocer el genio si no viene "empacado" correctamente, legitimado por un gran museo, premiado por una prestigiosa Academia, refrendado por la historia oficial de la cultura?
El Washington Post hizo un experimento para intentar responder a esta pregunta. le pidió al gran virtuoso Joshua Bell, uno de los tres más importantes violinistas vivos del mundo, que se pusiera una gorra de béisbol y se parara en un rincón de una estación de metro de Washington. No de cualquier estación, sino de la estación donde toman el metro los prósperos yuppies de la poderosa maquinaria burocrática del D.C. -consultores políticos, estrategas financieros, abogados-, los mismos que pagan 500 dólares por ir al Kennedy Center a escuchar al gran Joshua Bell.
Bell preparó un repertorio apabullante. Se hicieron apuestas. ¿Cuánto dinero recaudaría? ¿Cuánta gente se pararía a escucharlo? ¿Se armaría un nudo humano asombrado ante la belleza de su interpretación? ¿Cuántos transeúntes serían capaces de reconocer la belleza desprovista de su contexto habitual?
Bell salió rumbo a la estación de taxi: llevaba consigo nada menos que su Stradivarius, un violín que le costó tres millones y medio de dólares. Los editores del Washington Post se habían reunido para prever los posibles escenarios. ¿Qué pasaría si la multitud se desbordara? Les parecía obvio que en una demografía tan sofisticada como la de Washington, alguien reconocería a Bell y la voz se correría. Llegarían las cámaras. habría que sacarlo de allí con escolta...
Bell llegó a la estación, abrió el estuche de su violín y arrojó un puñado de monedas para estimular a los paseantes. Esto fue lo que pasó: de los casi dos mil transeúntes que pasaron a su lado esa mañana, sólo seis personas voltearon la cabeza con algún signo de interés o se detuvieron un momento a escucharlo. Bell cuenta la desolación que sentía cada vez que terminaba una pieza y en lugar de la acostumbrada ovación, sólo seguía un doloroso silencio. Bell recaudó 32 dólares.
Son más las preguntas que surgen del resultado del experimento que las respuestas. Tal vez la belleza necesite de ese contexto santificador para poder ser reconocida, y sea injusto juzgar a las dos mil personas que pasaron a la lado de Bell. Aún así, queda un cierto desasosiego en el aire. Si alguien se llegara a enterar de que era uno de esos transeúntes que ignoraron al violinista, quizá le daría algo de vergüenza. Y en esa palabra, "vergüenza", puede estar la pista que arroje luz sobre la incógnita de nuestra capacidad para percibir la belleza. El experimento mismo asume que la belleza debe ser percibida sin necesidad de conocimiento. Que la sensibilidad no tiene por qué ser educada. Que los seres humanos deberíamos de ser capaces de reconocer lo bello por medio de algún misterioso mecanismo innato. Es decir, que "gusto" y "juicio estético" son sinónimos. Y es esa intensa presión social que presupone que todos deberíamos saber reconocer lo bello (en literatura, en pintura, en música) la que nos obliga a esa pequeña dosis de hipocresía a la que se aludía al comienzo de este editorial.
La única moraleja posible para el fiasco del metro es la siguiente: el conocimiento no es sinónimo de erudición como creen tantos (y por eso huyen del mundo de la cultura) sino de curiosidad por la vida misma. Y el conocimiento está íntimamente ligado a nuestra capacidad para emocionarnos ante la contemplación de lo bello. O en otras palabras, corazón y cabeza son un mismo instrumento. Quien no reconoce todas las formas de la belleza no debería sentir vergüenza. pero si la siente, debería educar su sensibilidad, porque no viene alfabetizado en el ADN.
1 comentario:
Hay muchos que aparantan amar el arte, pero nunca le han visto, son ciegos. Interesante experimento.
Publicar un comentario