La poesía rusa se remonta al Siglo XI, pero fue Alexander Pushkin, creador de un idioma poético de valor permanente y definida calidad, quien inició la poesía moderna.
La poesía del gran Pushkin es sencilla, clara, armoniosa y serena como una escultura griega, y, sin embargo, expresa un alma sensitiva y apasionada, enamorada de la libertad y de la justicia. Sus cualidades esenciales son la plasticidad y la precisión; nada vago e impreciso hay en ella.
Vinculado al movimiento revolucionario de su tiempo, Pushkin afirma que el poeta debe “abrasar el corazón de los pueblos con su verbo de profeta” y conducirlos a la realización de su humano sueño de libertad y de justicia. Este su lema fue alzado y defendido por varias generaciones de poetas rusos, enfrentando toda clase de adversidades.
El poeta ruso puede decir: “Homo sum et nihil humanum mihi alienum puto”, y recoge en su obra todos los rasgos de la poesía universal, pero sin dejar nunca de ser el paladín de la libertad individual. La libertad es el tema central de la poesía rusa en los tiempos modernos, desde Pushkin hasta Ivanov, cuyas cualidades esenciales son la sencillez, la sinceridad, el realismo y la ausencia de adornos inútiles.
Heredero y sucesor de Pushkin fue su contemporáneo Mikhail Lérmontov. Como Pushkin, Lérmontov cantó a la libertad; como él, consideró profeta y maestro al poeta; como él, murió joven, en un duelo. Su destino fue semejante.
Lérmontov es un poeta eminentemente romántico e idealista. Su poema más famoso, Démon, es la historia fabulosa de un ángel caído, enamorado de una mujer.
A pesar de la irrealidad del tema, el poema contiene descripciones magistrales del Cáucaso, donde el vate pasó en exilio los mejores años de su corta vida. Aunque en la obra de Lérmontov se siente la influencia de Byron, en ella los temas románticos se tratan con criterio realista. Logra describir situaciones y sentimientos sin exageración, sin falsa imaginería, y en un lenguaje cotidiano que, no obstante, logra darle a la expresión poética la más alta tesitura y el orden más acabado.
Pushkin y Lérmontov son poetas nacionales por excelencia. Sus poemas son trozos de la historia viva de Rusia, pero la forma en que se expresan es siempre de la más amplia universalidad. En la segunda mitad del Siglo XIX se destaca Fiodor Tyutchev, poeta filósofo que tiene muchas afinidades con la escuela romántica alemana. Afirma que el mundo está gobernado por la Voluntad Universal y que el hombre es una síntesis de dos voluntades: la individual y la Universal. Por eso podría decirse que Tyutchev fue uno de los grandes precursores del simbolismo.
El fin del Siglo XIX es el período “modernista” de la poesía rusa. Surgieron entonces los parnasianos con Apolón Maikov y Atanasio Fet, que defendieron la doctrina del arte por el arte y se mantuvieron alejados de los sucesos cotidianos.
Maikov se sintió atraído por los temas clásicos y mitológicos, y su verso es plástico y lleno de color, especialmente cuando pinta el paisaje ruso. Fet, en cambio, creó un mundo poético, ajeno a la realidad externa. Su delicada lírica expresa lo intangible, alusivo, y sus versos tienen la calidad sutil y vaga del ensueño. Tiene algo de Verlaine.
Hacia 1900 cobra fuerza el movimiento simbolista en Rusia. Entre los simbolistas rusos, ocupa un sitio especial Alexander Blok, poeta profundo, visionario, cuya obra señala varios períodos. Del romanticismo abstracto y del simbolismo místico de sus primeros años, Blok pasó al realismo, y su madurez poética alcanza la cima entre los años 1907 y 1914. Entonces su lírica se ensombrece con el presentimiento de una tragedia inminente. Con estupenda claridad vio el destino trágico de Rusia:
“Hay en tus melodías escondidasde nuestro fin la noticia fatal”,
dice en “A la Musa”.
Su honda fe en el pueblo ruso lo sostiene. Acepta la Revolución porque cree que ella es el preludio de una nueva vida “justa, pura y feliz”. En 1918 escribió su poema más famoso, “Los Doce”, en el cual contempla con asombro y admiración la destrucción del viejo mundo, pero más tarde, “El mundo temible” señala ya la inutilidad de sus más caros ensueños. Poco antes de morir, Blok le dijo al público: “El poeta muere cuando ya no tiene un porqué para vivir”.
Mientras Alexander Blok escuchaba “la música de otros mundos”, Maximilián Voloshin orientaba su obra a “la imaginación visual”. Se nota en él un pintor, discípulo de los impresionistas franceses, y un poeta parnasiano. Sus poemas líricos tienen algo de la plasticidad colorista de Heredia y un afán de mantenerse dentro de las abstractas esferas del arte puro. Pasó por la Revolución de 1917 sin perder la calma, pero despertó de golpe en medio de la terrible realidad. Este despertar se refleja en sus últimas obras. Su poema “Terror” parece el apocalipsis de la guerra civil rusa.
Hacia 1912 había surgido el movimiento llamado el “acmeísmo” —de akmé, cima, cumbre—que representa la reacción contra las vagas tendencias hacia lo desconocido e indescriptible, tan caro a los simbolistas. Su fundador y jefe fue Nikolai Gumilev, poeta de trágico destino, cuya obra corrobora siempre a su vida misma.
Le gustaba a Gumilev decir que él siempre perseguía “la línea de mayor resistencia”, y le exigía al poeta un estilo claro y conciso, prefiriendo lo sólido y tangible. Fue un cuidadoso maestro de la palabra, y en sus versos recordó siempre aquello de que “en el Evangelio de San Juan está dicho que la palabra es Dios”. Para él la obra del poeta es divina, puesto que es creadora.
Gumilev viajó por tierras meridionales y gran parte de su obra la componen descripciones de paisajes luminosos. Es un “conquistador”, ansioso de descubrir nuevos horizontes del espíritu para someterlos a su voluntad. Canta al hombre heroico y valiente, invita a la “lucha alegre” y atrevida y con su ejemplo santifica su divisa. Tras las huellas de Gumilev surgió Anna Ajmátova, quizás más trágica que él.
Ajmátova tuvo de los “acmeístas” la claridad y la corrección estilística. En su obra se entrelazan los temas eternos del amor y de la muerte, y los motivos religiosos y patrióticos, pero por sobre todo predomina en ella la tristeza ante el destino de Rusia, la patria idolatrada que la condenó a callar por cerca de veinte años.
Como la de Ajmátova suena la lira de Serguei Esenin, “el último poeta de aldea”, como se llamó a sí mismo con orgullo y con dolor. Su poesía tiene raíces muy hondas en la aldea, que meció su cuna, allá en la Rusia central, la del paisaje triste y austero, que él cantó en tonos idílicos, como cantó la monótona vida de sus campesinos. La Revolución le inspiró cierto mesianismo místico, el mismo que dominó a casi todos los poetas de aquel período.
Esenin soñaba entonces con la victoria de un “reinado campesino” y hacía el elogio de la Revolución. Pronto la realidad destruyó sus ensueños, al enfrentarlo con la maquinaria de ese “mundo temible” que dominan hombres implacables. Trató de entrar en ese mundo, pero en vano, y se sintió más y más alejado del “nuevo orden”. Creció así su tragedia espiritual. El “hombre negro” de su admirable poema lo persigue y atormenta sin cesar, y el círculo de la desesperación se cierra sobre él cada vez más. Al fin no le quedó otro camino que el de abandonar la lucha voluntariamente:
“Amigo mío, amigo mío:sólo la muerte cierra los ojosque han recobrado la vista...”
Esenin fue el cantor de toda una generación que pereció en la borrasca de la Revolución. Suya fue la tragedia de miles y miles de rusos. Por esta su ternura dolorida, por todo lo humano de su poesía, por su vida atormentada y trágica, Esenin es amado por su pueblo.
Otro movimiento poético de este período es el futurismo, cuyo jefe es Vladimir Maiakovsky. Los futuristas se titulaban a sí mismos “nueva gente en nueva vida”, renunciaron a la herencia cultural, negaron a todos los precursores. El arte académico y Pushkin eran para ellos menos inteligibles que los jeroglíficos. Experimentaban con el idioma, usaban títulos fantásticos, imágenes grotescas. Expusieron su credo en varios manifiestos, el primero de los cuales — “Una bofetada en la cara del gusto público”— firmado por Maiakovsky, apareció en 1912.
Aceptaron la Revolución con entusiasmo y Maiakovsky elogió a Lenin y el partido, su pluma y musa sirviendo con lealtad al régimen bolchevique. Sin embargo, más tarde, cuando sobrevino el inevitable desencanto, dijo:
“Llega
la más temible de las amortizaciones
la amortización
del alma y del corazón.”
No hubo para él ningún camino de regreso y por esta razón —la tragedia final— desertó de la vida. Pero lo hizo con honor y dignidad.
Ahora está casi olvidado ya Maiakovsky agitador, pintor de carteles políticos; pero Maiakovsky soñador, amante tierno, rebelde cósmico, trágico luchador contra las banalidades de la vida, incansable innovador y creador de nuevas formas en la poesía, este Maiakovsky toma su sitio entre los más grandes poetas de su época.
En los lindes del futurismo se halla también Boris Pasternak, poeta en extremo talentoso y original, aunque difícil. A pesar de su vocabulario sencillo, verso claro y metro sin complicación, su expresión poética es tan poco común que se necesita un gran esfuerzo para entrar en el mundo apartado de sus creaciones.
Mas, no obstante sus inesperadas asociaciones y sus sorprendentes metáforas, es admirable la organicidad y la musicalidad de su poesía, en la que se conjuga con felicidad el cantar de los simbolistas con la simple y dramática expresión de los futuristas. El secreto de su éxito radica en una extraordinaria fuerza creadora severamente disciplinada.
La poesía de Pasternak es la de la “conciencia individual”, y esto lo convierte en un solitario en una época en que no se le exige al artista profundidad sino habilidad, y en que se asiste al naufragio del individuo en medio de cataclismos sociales y económicos.
El conflicto de Pasternak es semejante al de Blok y Esenin, si bien difiere en que éstos sucumben en el choque con el “mundo temible”, sin resolver el problema, mientras aquél intenta superar la discordia entre el individuo y la masa afirmando el valor de sus propias emociones y pensamientos. Ante la estrechez del siglo presente y sus luchas y conflictos, Pasternak proclama el triunfo final: la floración libre de la personalidad humana.
Entretanto, la nueva generación de poetas rusos, posterior a la Revolución, ha dado unos cuantos nombres importantes. Se distingue entre otros Konstantin Símonov, novelista y poeta que obtuvo grandes triunfos en la U.R.S.S. Sus poemas líricos del período 1939-1942 lo colocaron entre los mejores artistas soviéticos, en virtud de ser el creador de una poesía viril, pero fundada en el concepto de la sumisión a la disciplina del partido gobernante.
Si fuera de Rusia poco se conoce a Símonov, dentro del país se ignora por completo a Georgy Ivanov, aunque es el poeta que con más dignidad continúa las mejores tradiciones de la poesía rusa, que él pasará invioladas a la posteridad.
Ivanov es un emigrado en el sentido literal de la palabra. Vive desterrado en París lo cual, por un lado, facilita su tarea y, por otro, la dificulta. En efecto: en París puede crear sin temor a la censura, pero allí se siente des-terrado, arrojado del suelo natal y de las fuentes que fecundaban su musa. Como Ajmátova y Pasternak, Ivanov se siente solo en el mundo, cree no pertenecer a su tiempo, y protesta, estéticamente, contra la destrucción de los ideales.
Ya en sus primeras obras, entre los ecos de “la lucha alegre” de Gumilev y los “acmeístas”, se percibe el presentimiento del destino trágico de la cultura rusa y el abatimiento del desterrado.
Una sobria claridad y un resignado pesimismo definen la individualidad creadora de Ivanov. Se advierte en él alguna influencia de Verlaine, manifiesta en la musicalidad de sus palabras, y también un leve matiz impresionista, aunque éste nunca llega a desvirtuar la pureza y la transparencia de su poesía, cuyo mayor encanto reside en la comunión de la armonía clásica con la sonoridad del lenguaje.