martes, 19 de enero de 2016
Final del éxodo - Edilberto Cardona Bulnes, Honduras
El diez de abril quemé sus últimas cositas: —había ya quemado
su frazadita verde— su camita de ocote, su colchoncito,
su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,
su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.
Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.
Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.
Y lloramos. No había viento.
Las cenizas quedaron en el patio.
El lunes once di parte de su muerte. —"¿Nombre?”—Rafael.
1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.
“¿Profesión?” —Zapatero. —“¿Escolaridad?” —Secundaria.
—"¿Deja bienes?”—… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…
Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.
Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.
He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja”. Y viendo a José,
refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano”.
Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.
Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.
Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,
referir leyendas, historias de caminos, una historia.
Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.
Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije
por ver si estaba atento “¿Te gustan?” —“Sí, mucho,
los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.
—“¿Deja bienes?”
… pero Char es tan denso.”)
—Ninguno. (Eso. Esto. Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.
Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.
Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.
A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto
de nubes que lo tragó la noche.
Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,
buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo
para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca
que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.
Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como
lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle
los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,
oblato… así como si rozara una orilla blanquísima.
Yo no quería abrir la casa. Salí, dejándola cerrada
a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.
Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,
los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.
Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié
en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.
Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,
ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.
A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,
que le vaya bien. Que dios lo bendiga”. Yo le palpé las manos. A las
cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.
Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.
Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.
Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,
y las manos sudando fueron como verano victorioso.
Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.
1977
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Edilberto Cardona Bulnes, Comayagua, 1935-1992
La litografía apareció en el número 39 de los Cuadernos de poesía hondureña, edición de la Secretaría de Cultura, 1993.
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