Pero por alguna razón, la atmósfera que más recuerdo de Amapala es el de la vieja piscina en el derruido casino. No era piscina realmente, era un corral para atrapar un poco de golfo. Unos niños saltaban como pelícanos en picada para ir tras monedas que la gente les lanzaba al agua. Ellos se zambullían y salían con la moneda en la mano. Mi tía Lauren miraba hacia el fondo de las cosas porque todas las cosas en ese momento eran el horizonte del Pacífico. La canción que sonaba era Todo se derrumbó dentro de mí, de los españoles Ana Magdalena y Manuel Alejandro, cantada por Enmanuel. Era 1984. Y yo no entendía aún qué cosa se derrumbaba con los crepúsculos.
Partiendo desde Coyolito.
El viejo muelle.
Pero aquello se quedó. Se quedó como dijo el poeta hondureño Daniel Laínez: me he quedado solo como esos puertos coloniales que bostezan de hastío a la hora del bochorno;/ nada/ ni una actitud romántica/ ni siquiera la vaga intención de una mentira... Esa sensación de haber ido a una burbuja colonial o de haber sentido la desolación de un puerto muerto fue lo que más dio vueltas en mí cuando necesitaba recordar Amapala.
Ahora sé que los últimos barcos atracaron en el muelle en 1964 y que los viejos estibadores son los actuales veteranos de las lanchas que cobran apenas 15 lempiras para cruzar hacia La Playa del Burro en la isla (70 centavos de dólar). Ellos miran el crepúsculo, son sus adoradores, sus levitas melancólicos.
Al fondo, El Salvador.
Aparte de ese opio asfixiante en la memoria, la vitalidad sigue moviéndose sobre las aguas. Cada vez con menos bancos de peces o manchas, los pescadores van tras ellas con sus redes calculando bien que no atrapen un pez con pasaporte nicaragüense o salvadoreño. Saben bien del calibre con que se dispara desde las patrulleras y conocen muy bien el olor a orines de las celdas en ambos lados. Las Pirañas de la Fuerza Naval hondureña también disparan. Todos se disparan en la invisible frontera de la estupidez. La boca del golfo se abre y cierra al ritmo del buen o mal humor de las autoridades militares y en medio de eso, el bocado principal son las precarias pangas con sus asoleados -asolados o desolados- pescadores.
Los niños y mujeres esperan cada panga que regresa. Puede parecer que están por ahí como turistas internos entre las bajas olas, pero una vez que la panga regresa se activa un mecanismo de supervivencia bien afinado y casi triste. Se arremolinan en torno a los pescadores y estos venden el poquísimo pescado que traen. Este pescado es revendido luego o consumido en casa. No hay alegría en el intercambio. Ninguno de los pescadores ha reventado la red de tanta pesca en mucho tiempo. Algunos han querido caminar sobre las aguas legales y han muerto en el intento. Saben muy poco del cambio climático o casi nada pero tienen certeza de que el confinamiento de su faena los tiene al borde de la decisión de irse de mojados para Estados Unidos. La mayoría ya lo ha hecho y su remesa enviada es la que mantiene a la flota de pescadores sobre adoquines: los conductores de tuc tuc que van y vienen alrededor de la isla, atrapando a los pocos turistas que llegamos de esa Honduras extraña que acostumbra a mandar millonarios para hacer sus enormes villas de recreo. Yo no soy uno de ellos, por supuesto. Yo pagué mis 15 lempiras junto a Esteban, mi hijo y César Núñez. Pagué mi cuota de nostalgia aunque no pudiera ir al viejo casino destartalado.
El golfo sigue allí. Los crepúsculos vienen y se van. Los políticos de oficio siguen regalando casas con techos pintados de azul y placas más grandes que la única pieza básica hecha de bloques. Todos quisieran una casa de esas, pero el problema está en que sólo donan a aquellas familias que tienen terreno a la orilla de la calle principal, que es desde donde se ve mejor la justicia social de la felonía gobernante. Para verlas hay que ir al otro lado de la isla, más allá de Playa Negra, casi al otro lado de la luna donde casi nadie va pero que es el lugar de establecimiento de la pobreza más abyecta. Pink Floyd suena de maravilla aquí, tanto como las emisoras radiales salvadoreñas y nicaragüenses. El otro lado de la luna es la maravillosa Playa de El Zapote y también es el regreso preocupado de los pescadores. Todo ese espejismo que es el mar, entonces, todo ahí, flotando y haciendo que el sol se bifurque en prismas delirantes. Ese viejo prisma como la promesa del puente que uniría Amapala con tierra firme, sólo que esta vez sin Brahms ni con las relaciones públicas de los militares. Esta vez, es con los voceros de las Zonas Especiales de Desarrollo, las ya famosas y anquilosadas Ciudades Modelo.
Playa de El Zapote, al otro lado de la isla.
1934
Vista del puerto y de la llegada de barcos mercantes a puerto. 1934
Arribo del cuerpo del periodista hondureño Paulino Valladares -fallecido en Ciudad Panamá- transportado luego por las "gasolinas" a Coyolito. 1926
Arribo a puerto del crucero alemán Karlruhe. 1934. Este crucero tenía por capitán al que luego sería el Almirante Günther Lütjens, quien como capitán del legendario Bismark -el mayor acorazado pesado de la Kriegsmarine- comandaría la gran operación Rheinübung, la misma que le costaría a Alemania el hundimiento del Bismark, el 27 de mayo de 1941. Lütjens murió en su puesto de mando.
Billete de dos lempiras, actualmente en circulación. En él, se hace homenaje a la gran "Reforma Liberal" liderada por Marco Aurelio Soto, quien tomó posición de su gobierno en Amapala, en el año de 1876.
Regresamos. Tierra firme se siente como ondulante. Nuestra pesca es de fotos. Luminosas y poco confiables fotos.
F.E.
* Una sólida colonia alemana mantuvo su presencia económica en la Isla del Tigre hasta su expulsión decretada por el gobierno del nacionalista Tiburcio Carías Andino. Segunda Guerra Mundial.
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