Más habré de alabarte que a aquellos esplendores
que, sonriendo nos pidan nuevas fábulas dulces.
Pues, ¿quién hizo escribir al sabio o al poeta
sino la luz de su paraíso, Natura?
John Keats
Llegar hasta el pino más hermoso, quizá el que resuma lo
mucho que perdí de aquel paraíso de adolescencia. Llegar a él y encontrarlo
intacto, como una llama verde en un templo inmemorial. Hacer camino de nuevo
junto a Damocles y llevar a nuestros hijos al Momotombo*, a nuestros amigos. Convencerlos que llegar hasta la
cima es una conquista de la vida.
El cerro Momotombo visto desde el pueblo de Sabanagrande.
Sendero de Pedreras.
Esteban va más que emocionado atravesando lo que hace 28
años yo recorría bajo la lluvia y la neblina. Casi éramos el bosque
hace 28 años, conocíamos cada rincón del cerro, cada atajo. Desde el colegio
mirábamos “la punta del cerro” y
planeábamos lo que haríamos: subir en dos grupos, jugar a la guerra, evadirnos,
acecharnos y que la lluvia nos empapara hasta los huesos antes de llegar a la
nube que se formaba en la cima. Esteban llevaba todo eso en la cabeza porque se
lo he venido contando casi con una sensación de regreso imposible.
Los viejos senderos ya no están, así que decidimos subir por
Pedreras hacia el sendero principal de los encinales y los muros de piedra.
Enrique –hijo de mi primo Jairo-, Ricardo –hermano de mi compa Ponce-, César
Núñez –compa entrañable-, Alessandro y Samy –hijos de mi camarada de aventuras
de siempre, Damocles-, Esteban y yo, estos somos los que subimos tras los pasos
perdidos. Sabanas de Encina (a mí me gusta más llamarla Sabanas de Encima) nos
da el paso hacia una pequeña desorientación que nos hace meternos de lleno a la
zarza y a las garrapatas. El sol tiene una transparencia espléndida y los tonos
del paisaje son casi vírgenes como bien los describiera Willian V. Wells en su
libro Exploraciones y Aventuras en
Honduras, de 1857**. Así lo voy pensando porque este país sigue teniendo
mucho de aquella naturaleza paradisíaca donde las temperaturas oscilaban entre
los 11 y 20 grados centígrados. La temperatura que nos acompaña es de unos 25
grados y los pinares comienzan a delatar la grave amenaza del gorgojo de pino que
está causando una debacle ambiental en todo el territorio hondureño.
Sabanas de Encina.
Alessandro y Esteban ante un ejemplar de pino casi perfecto.
Las primeras señas del gorgojo.
Samy, el pequeño hijo de Damocles Castro. Foto: Enrique Núñez.
Esteban en sus diez años.
Vista del pueblo desde la cima.
Esta plaga ha causado hasta la fecha la destrucción de 340,000
hectáreas de pinares en Honduras; casi incontrolable –por razones de cambio
climático, falta de prevención y voluntad política de los últimos gobiernos- ha
generado pérdidas económicas que ascienden a 221,6 millones de dólares***. A
primera vista da la impresión de un colorido otoño o del efecto de un incendio
forestal, pero al acercarse al tronco, se puede observar la resina que brota en
el tronco de los pinos (savia que intenta contrarrestar al gorgojo) pero, es
esa misma reacción la que nos dice que los pinos tienen los días contados ya
que el insecto ha mutado con más fuerza y no será detenido más que talando.
Wells y el gorgojo, entonces, es lo que zumba en mis
pensamientos y así lo vamos hablando con César. Damocles está más que ocupado
alentando a Samy para que mantenga su increíble energía. Tiene tres años y ha
recorrido la mayor parte del camino sin pestañear. La punta del cerro ya asoma
y, luego de desenmarañarnos del camino que mi torpe memoria equivoca,
alcanzamos el punto donde en 1988 llegamos a acampar con Marlon Portillo,
Wilberto Izaguirre, Jorge Rodríguez, Damocles Castro y yo. Esa acampada
significó para mí el inicio de mi independencia y así lo asumí, como un ritual.
Lo que pasó ahí es inolvidable: los aldeanos de Sabanas de Encima nos confundieron con guerrilleros y cargaron
contra nuestro campamento armados con machetes, pistolas y antorchas. Gracias a
nuestro conocimiento del terreno, logramos huir hacia el pueblo a plenas 1:30
am, en medio de la sempiterna neblina y de los acuciantes gritos de los
aldeanos. Fue una historia que nos dio aura de intrépidos una vez que la
contamos y que hizo que más amigos se unieran a los juegos que hacíamos en todo
el cerro. Subíamos luego más de 15 y todos queríamos llegar primero para subir
el banderín ganador. Yo usaba un guante rojo y lograba transmitir un lenguaje
de señas para avanzar y detenernos. Aún tengo amigos que recuerdan ese guante y
reímos felices rehaciendo la trama de aquellos días en que podíamos desafiar
cualquier intento del cerro por detenernos.
Lugar del campamento de 1988.
Ahora voy con cuidado. Cuido los pasos de Esteban que quiere
–sin vértigo alguno- volar a la orilla del precipicio. Ha llegado, mi pequeño,
al santuario que siempre veo cuando quiero llenarme de sentido de vida. Ve los
pinares, el horizonte que Beto García me pedía que visitáramos cuando estábamos
aburridos en el parque de Sabanagrande. Kike nos pasa la guitarra. Es tiempo de
cantar y de volver. No sé cuánto tiempo pasará antes que el gorgojo devore las
hectáreas de mi memoria. El último pino parece fuerte. Su luz puede cegar un
poco más al insecto. Wells sabrá mantener el pulso de su crónica en un
territorio que se niega a derrumbar su belleza.
Bajamos.
El banderín que dejamos será una gaviota extraviada.
Vista hacia el oriente, Texiguat, Liure. El Paraíso.
Vista hacia el sur en dirección del Golfo de Fonseca.
Mar adolescente.
A Beto, desde la infancia.
Lo único que yo no tenía era el mar.
Pero es sabido que de la ausencia
hacemos lo real, lo que nos llena,
lo que siempre nos regala una sonrisa.
Cuando faltaban sus olas
subíamos al Momotombo en busca del Golfo,
enormes gaviotas las miradas,
nos quedábamos en su vuelo
hasta que fundidas con el sol,
caían incineradas en las aguas.
Luego, la distancia era noche
y nosotros, regresábamos al pueblo
con el tronar de los pinares.
Odiseo montañés,
temblaba con la idea
de que en lugar de esos bosques
viniéramos corriendo bajo el mar.
A Beto, desde la infancia.
Lo único que yo no tenía era el mar.
Pero es sabido que de la ausencia
hacemos lo real, lo que nos llena,
lo que siempre nos regala una sonrisa.
Cuando faltaban sus olas
subíamos al Momotombo en busca del Golfo,
enormes gaviotas las miradas,
nos quedábamos en su vuelo
hasta que fundidas con el sol,
caían incineradas en las aguas.
Luego, la distancia era noche
y nosotros, regresábamos al pueblo
con el tronar de los pinares.
Odiseo montañés,
temblaba con la idea
de que en lugar de esos bosques
viniéramos corriendo bajo el mar.
(de Poemas de onda corta, 2009 – F.E.)
Foto: Enrique Núñez.
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*Este toponimio es más conocido por el Volcán
Momotombo, de Nicaragua. En Sabanagrande hay familias con ascendentes
nicaragüenses que debieron nombrarlo así a mediados del siglo XIX.
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