miércoles, 1 de julio de 2015
Salvador Madrid - Mientras la sombra.
Cada vez que llego a las alturas de un mirador -mirador, palabra de familia, palabra cercana a los acantilados-, intento ver lo que hay más allá de los poemas de Salvador. Pienso que cuando un poeta ya pertenece a un espacio de la conciencia y que, desde esa conciencia se percibe el mundo, ya ha logrado su misión de escribir. Así me ocurre con Salvador pues sus palabras ejes -levedad, caída, vacío, presagio, herida- son los elementos casi perpetuos del paisaje hondureño, es decir, la semántica de la melancolía y el adiós. La patria efímera y dolorosa que bien puede ser el poema o las vastas serranías del silencio.
Cuando Salvador Madrid me dijo que la presentación de Mientras la sombra sería en Gracias, Lempira, supe que la misma elección del lugar de lanzamiento tenía que ver con todo lo profundo de sus simbolismos telúricos, del juego grave del atavismo anulado por una poética universal. Fui sin pensarlo dos veces, fui e incluso hubiera llegado hasta la cima del Celaque si él hubiera decidido la presentación ahí, porque sabía que iba a ser testigo del regreso de una voz de primer nivel que estuvo añejándose en los bosques del occidente, germinándose, aguardándonos con el feliz oficio que ha hecho de Salvador Madrid, desde que comenzó a escribirnos poesía, una presencia fundamental y llena de justicia creadora, porque sí, porque la poesía también imparte justicia y declara libres a quienes como Salvador han llevado ese signo adonde quiera que haya ido.
Bajo el cielo.
Antes, la poesía sintió mis heridas;
escríbase que me dolerá dos veces la muerte.
Las palabras del poema me fueron heredadas
por quienes dijeron adiós
y sabían al hollín de las promesas en los malos tiempos.
Las palabras del poema ya no son mías
aunque mi herida aún ilumine el vacío
que me causó la muerte al arrebatárselas.
Quisieron opacarlas
pero ya son de otros que tienen por oficio creer
y el hombre después de creer, lucha;
así que la justicia poética
ha cumplido el llamado de la humillación.
Entre estas palabras hay una verdad,
una orilla para edificar un paisaje a quienes huyen,
un traje de polen para endulzar el azogue de esta luz
demasiado hermosa para la ceguera.
Dialéctica.
Está el hombre joven
frente al hombre viejo de mi tierra,
y el hombre joven sabe que la única ventana
a la que puede asomarse en su vida
es el agujero en el pecho del hombre viejo.
Y porque así es el tiempo
hoy soy de los hombres jóvenes de esta tierra,
pero sólo siento un sabor a ranciedad
en estos años nuevos;
nada más oigo entre el vértigo
la deriva que cae por una escalera infinita
y arrastra en sus giros lo poco de alma
que le queda a esas cosas que nos pertenecen.
No ha sido fácil recorrer este camino
por donde nos señalaron que se llega al amor.
No ha sido fácil decidirse a perderlo todo
para ganar un poco.
Y está el hombre joven frente al hombre viejo
y puede que alguien se acerque
a decirnos que debemos ser así,
mansos, de modales dulces
y que el hombre viejo es un ejemplo de vida.
No es necedad, ni asunto de conciencia,
pero poco vale este agujero
por donde quieren que vea la vida
y poco vale la vida
si un hombre necesita un agujero para verla.
Lo secreto.
Hay un río en mi tierra
que no aparece en los viejos mapas,
ni en los tratados de cartografía moderna
y aunque algunos viejos se han referido a sus orillas,
nadie les cree, pues a nadie interesan
los cuentos de los pueblos vencidos.
Yo puedo hablar de ese paisaje,
un anzuelo de cobre y un cordel dejo en tus manos;
en vez de señuelo pasa tus labios por el metal,
aunque de peces no se trate esta historia.
No sirve este río
para la navegación de grandes barcos,
no sostiene la frontera entre dos países,
no sirve para dar una moraleja sobre Dios
pues se sabe que en mi tierra
a Dios no le importan los ríos.
Bastaría con tu desnudez dejada entre la corriente,
tu ropa en los arbustos
como amuletos de alguna fe perdida
para pensar que somos elegidos.
Bastaría que te duermas en sus aguas
para ver en su reflejo tus sueños.
El río del que hablo es un secreto que fluye
cuando dentro de tí abro los ojos.
Abre tus ojos dentro de mí,
piensa en el color azul devorado por la noche
y en la vida que ennoblece tus heridas.
Espero en la orilla de ese río a que llegues
para iluminarlo todo.
Efímera.
Estas letras indican el lugar
donde están borrados nuestros pasos.
No fuiste uno de mis amores,
pero terminamos en una cama
y tomamos por asalto algunas tardes y postres
y tragos de ron.
Nos dimos cuerpo a cuerpo
sin creer en la decencia.
Trazamos algunos caminos
siendo vos sedentaria y yo fugaz.
Llegamos a hablar de Dios y quedamos en nada,
tal como deben quedar
las conversaciones sobre estas cosas.
Secretamente pasamos por nuestras historias
como dos asesinos que se encuentran en un bar
y se emborrachan
y en vez de matarse se besan a solas.
Nunca dijimos adiós,
nada más nos vimos como en el primer azar,
reímos hasta saber que era probable ser felices,
nos tocamos con el rigor que lo prohibido exige
y quedamos de encontrarnos otra vez
aún sabiendo
que nada podría unir ese viento
que se pierde en la ciudad
y en la memoria.
Manuscrito de invierno.
Esa llovizna antigua
otra vez moja los bosques de la memoria.
No es el anuncio de un temporal,
ni del invierno
es el azar que dispone los días de noviembre
en ese otro calendario de la ausencia
que nos hace pensar
en la dulzura de un tiempo prometido
y en lo breve que puede ser el amor
entre la inmensidad de unos días
que formarán parte del olvido.
Yo escucho entre los corredores antiguos
el lejano piano de los árboles que crecen,
la secreta pregunta sin voz
que tocar quiere una desnudez,
una boca casi por pronunciar mi nombre,
unos ojos donde se adiestran
los laberintos de los minotauros.
Escucha la llovizna que como un gato
se escabulle de mis manos
y se va por los tejados.
Deja lo importante
pues el invierno nos da su pausa,
apenas rondará el frío como excusa última
para que me acerque a tu orilla.
Pequeña, toca los relojes en el agua,
las barcas que la memoria mancha de anaranjado,
esos jardines que el rocío creó al fugarse.
Lo dejado toca
entre esas ruinas de las briznas leves
que todo lo saben.
Ordenanza para el caído.
El mar está lejos de este imperio que la ceniza ilumina.
Vastos son los ecos de la destreza
que el tiempo provee y devora.
El polvo tejido en esa mirada
que nunca más alumbrará el verano,
ni divisará las caravanas
que entran para siempre en la noche.
Poseer de los restos lo intocable.
Vivir un día en el poderío de la nada para olvidarlo todo.
Heredera de la caída es la muralla que se levanta.
No veas con bravura esa muerte ya vivida.
El mensajero hace tiempo partió
y lo hieren las zarzas
y te señala entre todos como su elegido.
Tu viaje ha comenzado.
Allá te esperan
para ser el cronista de los despojos.
Salvador Madrid, Naranjito, Santa Bárbara, 1978. Especialista en literatura, gestor cultural y editor. Publicó Visión de las cenizas en el 2004 y como antologador editó La hora siguiente, poetas emergentes de Honduras. Fundador de Paíspoesible colectivo de poetas y gestor fundador de Gracias convoca. Sus poemas aparecen en antologías de Honduras, América Latina y Europa. Ha sido traducido al inglés, francés y neerlandés.
Actualmente trabaja como consultor en proyectos culturales y de fomento de la lectura.
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