Foto: Fabricio Estrada
Transcribo los poemas del Maese Castelar con Puccini de fondo y es a él a quien escucho cantar. Siempre lo hace. Eleva su aria cuando está feliz, cuando siente que la poesía se ha posado entre el corillo de quienes lo escuchamos. Es su poesía lo que él es, no se puede distinguir dónde comienza cada espacio de su ser preciso y humano.
El Maese Castelar fue el primero de los poetas dispuestos a trasladarnos su conocimiento poético en Casa Tomada. Recuerdo que Pepe Luis nos dijo: este próximo sábado el poeta José Adán Castelar vendrá al taller a darles una ponencia sobre la poesía hondureña, así que vengan sensiblemente preparados. Mi ansiedad era insostenible a la vez que tecleaba durante la semana entera sobre mi calculadora de asistente de contabilidad. ¡El poeta Castelar nos hablará de poesía!, me decía ahí mismo y las cuentas salían erradas, y repasaba mis poemas para ver cuál podía llevar para que me revisara. El sábado llegó. Un sábado de 1993 en Café Paradiso cuando éste quedaba donde ahora se encuentra la Librería Navarro. El poeta estaba ahí con unas anotaciones, junto a la ventana, y nosotros le rodeábamos en un silencio expectante. Comenzó por Juan Ramón Molina y fue él quien nos reveló a Merren y a Pompeyo del Valle. "La poesía es misterio", nos dijo, "Nunca olviden que todo misterio debe ser profanado". Y salimos de esa tarde a celebrar donde nos agarrara el viento, porque Adancito -como cariñosamente seguimos diciéndole- nos había revelado el desenfado y la elegancia en el verso, la lectura de Seferis y de Ungaretti y, además, me había aceptado un poema que luego publicaría en el diario para el cual escribía. Mi primer poema publicado estuvo en sus manos. Fue él quien me hizo ir a comprar el diario como si me hubieran mandado una carta que todos leerían.
Seguimos viéndonos cuando lo trae el viento, y las anécdotas son tremendas como las profundas carcajadas con que celebra su honestidad y descubrimientos. Cuentos, poemas, ensayos, poemas, ensayos, cuentos... los tiene por cientos este poeta inagotable que ha sido cantado por nuestros trovadorxs en los momentos más urgentes a los que él jamás ha renunciado. Desplegada bandera del mar, Adancito pasa de mano en mano desde siempre. Un clásico vivo que arremete con dulzura contra la oscuridad, como un escribiente chino que se confunde en la Plaza Roja y luego aparece en su Ceiba natal hecho luz desgarradora pero, también, felicidad espléndida en nuestras letras.
Nostalgia.
¿Ardió ya mi última
estrella
Con mis remos
destruidos
me hundo en el
exilio.
Busco el puerto
de niños
que tenía.
En mi horizonte
sólo hay despedidas
y un lamento que no me pertenece.
En la yerba,
con mi hoja de laurel
harapiento, veo
a la primavera cada vez
más lejos,
¡tan lejos!
Su última flor
me llama
desde
el mar.
Terco
pájaro.
Se tambalea, afuera,
tu pie
deshecho.
Entre las ruinas
no explicas, pero
andas.
Y, bajo la lluvia,
cantas,
cantas,
cantas.
Invierno.
Todavía la lluvia oscurece la luz
y extrae, de pozos y rincones, husmos
y fumadores.
Las pláticas escuchadas bajo el ramaje
de la triste estación, son ella misma. Y los
gestos
y vestuarios son nuestro tiempo uniformado.
El sol, es nostalgia en la ventana
y, como un dios, es recordado por los que
fueron
niños en la sombra.
Los árboles son como su propia
tiniebla de pie, y un silencio
de piedras les aplasta el follaje.
Por un largo tiempo las plantas heliófilas
y los asmáticos soportarán la ruina,
y los sueños, como el petrel, volarán lejos.
Ah el invierno, cómo apagará lámparas y ojos,
cómo extiende, sobre el significado
de los seres y las cosas, la humedad
de la antigua derrota,
las cenizas de los héroes muertos.
Saldar
cuentas.
Cuando no sirva para nada,
cuando sea estorbo
en la luz
o en la sombra, entonces
me iré, sin que nadie sepa cómo…
No oirán mi último adiós,
no lo oirán, ni mi hola corazón,
bien mío, adiós mi único amor,
¡ya no me gustas!
Me iré así,
como un camino entre
piedras, como el río
en medio de los árboles,
como la hormiga con su hojita
al hombro, como el niño
que muere.
…Y nadie sabrá cómo.
Ni carga embarazosa nunca,
ni viga en el ojo asustado, ni cansancio
en la mano que guía,
ni peso difunto.
Me iré nomás… Y nadie
sabrá cómo.
Cauces y
la última estación.
La gente pasa demasiadas veces por los mismos
lugares,
como si la repetición fuera la más hermosa
costumbre.
Y todos pisamos esa sombra abandonada ayer al
mediodía:
la misma que anda de un punto a otro buscando
a su dueño, al final se mezclará
con el humo de los fumadores.
Los borrachos escupen sobre las huellas y las
borran,
pero aquel olor nuestro insertado
en las paredes donde el día y la lluvia
reclinan la cabeza. Después, todo es abrir
puertas y pechos.
Siempre al pasar
regresamos. Y cada sitio es nuestro epitafio.
Y si miramos bien, nuestro ir y venir no tiene
sentido: es como un payaso en un pueblo de
payasos,
como un muerto con miedo,
como un conservador entre magnolias.
Como idiotas somos conducidos. Jefes
y horarios tiranizan. Se nos caen
los sueños. Se nos terminan las rutas. Quedamos
desnudos en la verdad de otro. Transigimos con
el tiempo que nos come: débil bocado, leche
de rabia, pan de ceniza.
No es raro entonces,
que pidamos prestado otro ropaje.
La calle es la fragua de los deseos. ¡A fundir
en ella, pues, todo pasado,
cualquier terror!
Pero uno transcurre demasiadas veces por los
mismos
lugares, tanto que ya ese viaje es nuestro
destino.
Pero un buen día preguntamos por aquel
desconocido
que solíamos encontrar en el Parque Central,
y cuya sombra saludaba a la nuestra
al cruzarse. “Se fue”, es la respuesta. Y
pensar
que su persona es hoy
esa ranura entre la multitud.
El
electricista.
Elevado por encima del orgullo blanco
de las casas y el miedo aéreo de los curiosos,
el electricista lleva a cabo su trabajo
de hilos, montado sobre sostenes
de viento material.
El baja palabras
y le suben palabras, y en un espacio
grisáceo y reducido, desarrolla
su revolución de contactos.
Hombre en el aire,
atado a un horario de mástiles fijos, ve
los techos rojos, el fastidio de la
uniformidad,
el momento en que la sal destinataria
y los rostros del barrio coinciden.
Con él cae la tarde: los dos,
como el tendido puente de los muelles, serán
empujados por las primeras sombras hacia
el más brumoso y solitario anónimo.
La
sequedad.
Ya perdí la palabra.
En silencio, oigo su trepidar
lejano.
Vaciado por manos
de significación,
ya no sé dónde está el horizonte.
Soy una sombra
salida de la piedra. El eco
de nada en la nada.
Como si no hubiéramos nacido, ya perdí
la palabra. Su huida
es mi silencio en el desierto. Su muerte
es mi muerte en la palabra.
Única muerte verdadera.
Canción.
¿De qué estás hecha tú?
Eres viento cuando te canto,
carne cuando te poseo,
olvido cuando callas,
muerte cuando no vienes.
Una canción vale un amor,
la carne un deseo,
el silencio un olvido,
tu ausencia la muerte.
¿De qué estás hecha tú?
¿De preguntas, de respuestas?
Entonces, quédate y me lo dices.
Dar de
nariz.
Bajo las máscaras y el miedo
ninguno de ellos
tenía en el pecho la mañana.
Tumbas eran las palabras
que me decían, astros falsos
de un cielo podrido.
Cada uno seguía su ruta
de abandono. Cada uno
fabricaba su bastión
de ceniza, su islote
odiador.
¡Y aquí vine yo a buscar la vida!
¡Y aquí vine yo a buscar la vida!
Lo digo bajo la llovizna, oyendo
el adiós de los muertos.
Mitología
de la ruptura.
¡Oh dioses! Postergad
el momento en que ella
y yo nos partiremos
el corazón.
Sean ustedes
más benévolos
que el olvido.
Quien de los dos
sobreviva, conozca
para siempre
la felicidad.
José Adán Castelar, Coyoles Central, Honduras, 9 de abril de 1941. Premio Nacional de Literatura ramón Rosa, 2003, ha escrito innumerables títulos de poesía y también relatos.
2 comentarios:
Gracias por compartir estos versos de José Adán Castelar. Son poemas que acarician...
Recomiendo ver en youtube la version musicalizada de sus poemas. Buscar en"musicatrach"
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