martes, 26 de julio de 2016

Mayagüez, en julio



Me gustó mucho Mayagüez. Si bien es cierto que el tipo de casa criolla se encuentra por todo Puerto Rico, en Mayagüez es casi un grito de moda, aunque hayan sido construidas hace 50 o 60 años. Muy calma, la ciudad, a pesar de que lleva en sus espaldas un par de terremotos. Sus partes altas son un intrincado laberinto verde donde se acomoda a sus anchas la neblina y aísla, a la vez, las señoriales mansiones de algunas de las dinastías más rancias de la zona. La carretera y el paisaje hacia ella: magnífico, poderoso.
 En el 2010, la ciudad acogió los XXI Juegos Centroamericanos y del Caribe y acondicionó aún más los bellos espacios que dispone. Fui en busca de mi bandera y ahí la vi, con dilatada inquietud ante el asomo de mi sentido de terruño. Vi su azul, y su evocación, me fue lejana. Al menos, me dije, tiene el azul auténtico que la dictadura de juan orlando hernández ha trocado en el azul de su bandera partidaria.
Esta es la ciudad en que nació la escritora y amiga Zayra Taranto y, por igual, Iris Alejandra, también escritora y compañera de este cronista.










y los pokemon estallaron todos al mismo tiempo

Foto: Fabricio Estrada


Nada más bello que escuchar truenos en la madrugada e imaginar que en ese oscuro juego de Pokemon existía, desde su lanzamiento, la perversa misión de hacer explotar a la humanidad cuando el último bicho fuera encontrado y cazado.

He conocido locuras masivas. Vi una vez el desenfreno de la derrota en el cinco a dos que México le propinó a Honduras en las eliminatorias de USA 94. La cosa era destruirlo todo y había éxtasis, patadas al rostro, ambulancias puestas a girar sobre sus caparazones. Luego a correr a casa para no perdernos las noticias donde nos mirábamos a nosotros mismos huyendo de las palizas. Era un juego extraño. Teníamos que vernos en repetición para afirmar que todo aquello fue cierto.
Vi las tiendas desabastecidas por oleadas de empleados que deseaban un beeper. Conserjes, directores, ejecutivos, médicos, sacerdotes, todos querían uno y mucho más: querían que el beeper sonara en medio de la nada y decir, oh, lo siento, debo irme, tengo algo importante qué hacer. Todos nos mirábamos cariacontecidos y comprendíamos la importancia de ese gesto. Mirábamos al cura o al médico o al conserje perderse en su moto seguros que ese era el hombre moderno siendo llamado por el progreso o por la oración urgente de la extrema unción. En todos lados sonaban los beeper. Eran una peste.

La lucecita roja e intermitente. También la vi. Todos querían que esa lucecita parpadeara en su cintura. Los primeros celulares hicieron estragos entre los campesinos y los fashion. No había fiesta donde no surgieran esas luciérnagas por el puro hecho de sentirse conectados al siglo que siempre está más allá. Había celulares que funcionaban y otros de juguete. Los que más se vendían eran los de juguete, por supuesto. Lo importante era que la lucecita titilara en la oscuridad de la disco o de la calle. Ahh, ahí comenzaba lo sublime. Todo mundo era un avión en pista de aterrizaje, un satélite cruzando la noche, un puntito brillante en la nada.

Camén jugaba Atari pero dichosamente los cassettes eran siempre los mismos. Durante años repetimos Asteroids, Pacman, Vanguard, Missile Command y Armor ambush. Camen era el único que tenía Atari en el pueblo. Les dimos fin al cansancio y luego los montábamos en la realidad del patio trasero con armas construidas por nosotros mismos, con Memo, Rober, Beto, Damocles y Fidel. Nos gustaba interpretarlos más que jugarlos en la consola. La realidad aún pesaba más. Sabíamos que solo nosotros podíamos darle fin al juego y que luego todo continuaba igual, los ríos, las montañas, las potras. No recuerdo haber quedado en silencio viendo hacia la nada como no recuerdo nada parecido a lo que hoy ya superó a los ensimismados mensajes de texto y a los propios juegos on line. Los fucking pokemon.

El fin de semana anterior he tenido que controlar un tic en mi labio inferior. No dejaba de balbucear. Vi cien. No, vi trescientos muchachas y muchachos avanzando por las calles del Viejo San Juan con los celulares buscando pokemon. Esa masa se concentraba en la plaza frente al Cuartel Ballajá así que supuse que la aplicación los conducía hacia una búsqueda agrupada ahí mismo. Me acerqué a uno de ellos que supuse algo extraviado y le pregunté si había algún tipo de convención tipo Comic con. El extraviado eres tú, ¡acho! Pareció decirme con su gutural y molesto no. Seguimos caminando por las bellas callejuelas y, no exagero, pero los grupos de zombies eran alarmantes. Una niña de seis años pudo evadir el tráfico y la multitud y entró al bar donde habíamos buscado refugio. ¡Encontró un pokemon justo al lado mío luego de recorrer muchas cuadras hasta ese antro!

Los truenos eran muy fuertes. Desperté con ellos en un arrullo inverso. Me decían que me despertara, que ya todos los pokemon habían estallado, que ya no había nada que espiar junto a ellos, que cada casa había sido registrada por la aplicación hasta en los goznes y alacenas. El banco de datos está lleno, susurró el último trueno.


Despertá.

domingo, 24 de julio de 2016

En Honduras hay tan poca crítica que ni me acuerdo de ella - Fabricio Estrada, Entrevista

Óscar Urtecho me pidió, hace cuatro años, esta entrevista. Nos tomamos un café y soltamos la rienda. La entrevista, en principio, no salió, hubo algo que yo denominé censura pero que Óscar niega de parte de la política editorial del diario para el cual trabajaba en ese momento. Hoy, Óscar ha logrado poner en circulación aquellas palabras que sostengo palabra por palabra:

http://www.latribuna.hn/2016/07/24/fabricio-estrada-honduras-tan-poca-critica-me-acuerdo/

Applicant for spy



La solicitud de estatus se desliza bajo el vidrio. Estoy ante uno de los cuestionarios de aplicación de residencia y la secretaria del abogado me pide revisar a conciencia el papel con mis datos.

La última película de espías que vi fue El puente de los espías, precisamente, una muy buena película de esas que Steven Spielberg hace cuando está aburrido y busca tema con urgencia. La anterior fue la de un James Bond más Bourne que eficaz, pero con un Daniel Craig asumido como el nuevo Difícil de matar del siglo XXI. Un espía acelerado, digo, sin la meticulosa parsimonia y mimetismo que los auténticos agentes poseen para infiltrarse, más bien todo lo contrario: todas esas explosiones y autos escandalizando vienas o ciudades de México parecieran las acciones de un tipo desesperado para que se le reconozca más como Ralph El Demoledor que por un discreto MI9 en servicio para la más insípida reina que recordemos.

Confirmaba si mi nombre estaba bien escrito, entonces, el lugar de nacimiento y mi sexo. Cuando llegué a la altura de la selección múltiple me topé con la pregunta del millón, ¿Ha venido a Estados unidos para actividades de Espionaje? A uno lo meten a pensar demasiado aprisa con este tipo de preguntas, pero más que pensar, te ponen a imaginarte en mil situaciones y escenas. ¿Sería considera como Applicant for spy la vez que metí un papelillo enrollado en mi bolígrafo con todas las respuestas de matemáticas para el durísimo examen de secundaria? ¿Podría ser revisada mi actitud por las sutilezas aquellas en que cambiaba de lugar los santos de mi abuela para ver su reacción desde mi posición oculta en el ropero? ¿Habrían detectado que ayudé a evadir a un periodista chileno sin pasaporte en mano durante el golpe de Estado en Honduras mientras, por igual, escondíamos las cervezas y las carcajadas ante los ojos del retén militar? En todo caso, sería mejor imaginarme en un Maserati digno de ser estrellado contra los puestos de queso del mercado Colón en Tegucigalpa, o quizá dejando información del último verso jamás leído de Papasquiaro en un apartado postal de Tuxtla Gutierrez.

Comencé a reír cuando la pregunta se tornó densa: ¿Ha tenido contacto con algún tipo de organización terrorista cuyo fin es el trasiego de componentes nucleares o bacteriológicos? Quería traer frijoles procesados desde Honduras, es cierto, quería pedirle a un amigo que me mandara dos libras de quesillo y unos 50 lempiras de tortillas, sin duda, quería traerme un pino oloroso de un cerro de mi pueblo, trasplantarlo en un parque de San Juan para ir a verlo y comer bajo él, totalmente cierto, pero no recuerdo más que la vez en que, regresando de vacaciones de semana santa, me di cuenta que la comida del freezer se había descompuesto porque la gran luminaria que soy desconectó la refri antes de salir. Pues no, no he pertenecido a ningún tipo de organización de ese tipo, me dije entre risas, a menos que la poesía sea un tipo de radiación invisible que no deja de apuntar a todo glóbulo blanco por donde vaya. Un Curie-poeta, sí, quizá aplica esa definición para intentar dilucidar lo negativo o positivo en mi radio de acción, total ya Shakeaspeare dijo que los poetas son los espías de Dios, aunque yo no reclame para mí tan arriesgada misión.

En todo caso, yo, soy un espía freelance.


Y, además, con residencia en la tierra.

F.E.

martes, 19 de julio de 2016

Frikimente romántico

La bolsa de American beauty acaba de pasar saludando. A una altura de ocho pisos tenía la gracia de un flamenco blanco en vuelo. Yo no recuerdo muy bien al Kevin Spacey  torturado por la molicie y la malicia de la chica en el sofá, pero sí que recuerdo a la perfección la coreografía de la bolsa plástica en ese recodo del otoño. A veces siento que hay tanta belleza en el mundo, dice el actor secundario a punto de derrumbarse para luego quedar en suspenso, sujeto a los labios de la chica que ya se derrumbó ante ese video pasmoso y frikimente romántico.
La bolsa que acabo de ver vendría de algún econo o de algún walgreens de las cercanías, libre ya del consumo, volaba en dirección a Miramar y, por su actitud, es seguro que buscaba enredarse en las grúas del puerto. La american beauty pasaba, entonces, como un flamenco blanco y sin misterio, plena en su deshecho, tan radiante en su mínima elegancia que casi me hace pensar en la posibilidad de un Leonardo da Vinci anónimo y posmoderno que, desde Santurce, dibuja con trazos rápidos los estudios del vuelo de una bolsa. Imagino esos dibujos y las acotaciones, los detalles y las suposiciones del cómo se sustenta en el aire.

También he visto un wilson que se le fue escapando a un bañista en El Escambrón. Cuando ya no pudo más, dejó que el wilson naranja siguiera hacia las piedras de la orilla. Tuve el ánimo de bajar y preguntarle al balón inflable ciertas dudas que tengo sobre la navegación y sus derivas pero, Iris Alejandra me pidió que leyera otro poema de Rilke a las rosas, ese donde la flor se va desnudando pétalo tras pétalo hasta quedar desnuda de esplendor. En aquellos tiempos -evangelio apócrifo del romanticismo austro-húngaro- las rosas pasaban en entre ráfagas suaves o flotando sobre las corrientes del Danubio, pienso. Rilke las compraba en su econo respectivo o las encontraba en frascos de te en el walgreens del castillo de Muzot.

Dicen que Kevin Spacey tuvo una gran actuación en la película en mención, pero yo recuerdo la bolsa y su tremenda fluidez en el espacio. Su trance era insustancial pero tenía algo de nuestros cuerpos zarandeados por la ciudad.

Cuando floto en el mar soy wilson y no Tom Hanks.

Lo habrán adivinado.

O una tortuga de Buscando a Nemo.

O un Jonás inflable.

Qué sé yo.



F.E.




lunes, 18 de julio de 2016

Del viento

Foto: Fabricio Estrada



Convivo con los sonidos de un mar tras los ventanales. Una vieja pero colorida película muda se estrella con todo y su espuma a un kilómetro y medio de donde escribo. El aleteo de las suicidas palomas crea la atmósfera que, posiblemente, Patrick Suskind tuvo al escribir su inquietante novela corta La paloma. Una que otra pluma se ha filtrado por las ventanas pero, hasta la fecha, no me ha sorprendido ni una sola pareja que haya cruzado su desenfreno hasta el pasillo; de haberlo hecho, habría cambiado de lugar mi computadora y escribiría en la cornisa, con todo y su precario equilibrio. No tendría otra, que se acicalen las plumas con reposada tranquilidad, nunca seré un censor de vértigos.

Escucho ese ulular del viento que a veces se queda prisionero entre el foso del ascensor y el pasillo. Es un lamento del cual huyo. A las cuatro de la tarde comienza a escucharse algo que de pronto se me ha convertido en horror blanco: el viento me trae la monótona grabación en alto parlantes de un camión de helados. La dulzona cancioncita infantil es tan puntual como un dolor de cabeza crónico y, a veces, sospecho que pertenece a un arsenal sónico sofisticado creado para desestabilizar a escritores disidentes. Paiko, pa i ko, p a i k o, por nada en el mundo compraría ese gelato infernale.

Existe otro sonido omnipresente, el de los ventiladores y el aire acondicionado. Me hacen sentir que voy a una velocidad asombrosa sin mover ni un solo músculo. No hay viento más triste ni sensación más impotente que la de sentir el viaje en la cara con la certeza que, al detenerte, te derretirás de inmediato exactamente igual que un impaclable paiko sobre el asfalto del Caribe. Sisean los ventiladores con lengua sibilina y promesa de playa, aún y cuando ninguna palmera movería uno solo de sus cabellos ante su arremetida de perro eólico. Pero aquí están, los hieráticos ventiladores con su lengua huracanada, viéndome fijamente o rastreando polvo alrededor de la sala. Su disciplina me desconcierta y me constipa a la vez. Al dormir, el aire acondicionado mete en la cabeza que vas en la cabina de un boing transantlático y que, al levantarte, una azafata te espera con un vaso de agua para calmar tu boca reseca. Habrás hablado demasiado la noche anterior, un polizonte súper incómodo para los demás pasajeros en las sombras. Odio los levitantes aires que se van aclimatando a la temperatura exterior y que, en la madrugada, aparte de enlatarte en un boing te ubican en un polo fantasma donde no hay focas ni sagaces gaviotas parloteando por ahí. Me enrollo tanto en las cobijas, que termino succionando hasta las cortinas para luego tener pesadillas de reclusorios mentales donde doy con mi cabeza contra acolchadas celdas.


A veces me despierto y voy a ver al viento encerrado en el pasillo. Aflojo un poco su cadena y sale manso. Sé que mañana volverá a meterse a líos, pero da cierta paz verlo coletear a través de la noche y apagar una que otra vela. 

No es el viento de Luvina, es cierto, pero cuánto se le extraña una vez que se va.


F.E.

jueves, 14 de julio de 2016

Lee Masters, un poema

El Silencio

He conocido el silencio de las estrellas y del mar,
Y el silencio de la ciudad cuando calla,
Y el silencio de un hombre y una mujer,
Y el silencio por el que la música sólo encuentra su palabra,
Y el silencio de los bosques antes de los vientos de la primavera,
Y el silencio de los enfermos
Cuando sus ojos vagan por la habitación.

Y pregunto: ¿Para qué cosas profundas sirve el lenguaje?
Una bestia del campo se queja unas pocas veces
Cuando la muerte se lleva a su cría.
Y nosotros nos quedamos mudos ante realidades de las que no podemos hablar.

Un chico curioso le pregunta a un soldado viejo sentado
frente a un almacén
--¿Cómo perdiste la pierna?
Y el viejo soldado se queda sin palabras
o desvía el pensamiento
porque no puede concentrarlo en Gettysburg.
Y vuelve jocoso
Y le dice: Un oso me la comió.
Y el chico se maravilla, mientras el viejo soldado
Mudo, débil, sobrevive a
Los fogonazos de los revólveres, al trueno del cañón,
Los gritos de los asesinados,
Y a él mismo tendido en el suelo,
Y a los cirujanos del hospital, los cuchillos,
Y a los largos días en cama.

Pero si pudiera describir todo esto
Sería un artista.
Pero si fuera un artista debería haber palabras más hondas
Que él no podría describir.

Está el silencio de un gran odio,
Y el silencio de un gran amor,
Y el silencio de una profunda paz interior,
Y el silencio de una amistad traicionada,
Está el silencio de una crisis espiritual,
A través del cual, el alma, exquisitamente torturada,
Llega a visiones que no pueden pronunciarse
En un reino de vida superior.
Y el silencio de los dioses que se entienden sin hablar,
Está el silencio de la derrota.
Está el silencio de los injustamente castigados;
Y el silencio de los agonizantes cuya mano
de pronto toca la nuestra.
Está el silencio entre el padre y el hijo,
Cuando el padre es incapaz de explicar su vida,
Y por eso mismo resulta incomprendido.
Hay el silencio que crece entre el marido y la mujer.
Hay el silencio de aquellos que fracasaron;
Y el vasto silencio que cubre
A las naciones quebradas y a los líderes vencidos.

Y hay el silencio de la vejez,
tan lleno de sabiduría que la lengua no pronuncia
las palabras inteligibles para aquellos que no han vivido
La gran extensión de la vida.
Y está el silencio de los muertos.
Si nosotros, vivos,
no podemos hablar de profundas experiencias,
¿Por qué asombrarse de que los muertos
no nos hablen de la muerte?

Su silencio será interpretado
Cuando nos acerquemos a ellos.

Edgar Lee Masters

jueves, 7 de julio de 2016

Piedra Copán en Río Piedras

Una simple piedra.

Y tanto que viene a mí la evocación de la Piedra Imán del maestro boliviano Jaime Saenz, Tanto.

Ayer fue el día que apartamos con la poeta Cindy Jiménez Vera para la visita a los museos de San Juan. Ya nos lo habíamos prometido desde la caminata anterior al Viejo San Juan y al bello paseo en ferry hacia Cataño junto a Linda Rosa. Íbamos en dirección al Museo de la UPR-Recinto Río Piedras y nos detuvimos ante los libros de la Librería Mágica. Una señora de alrededor 65 años comenzó a platicar conmigo sobre libros políticos y muy pronto nos estábamos recomendando algunos títulos que estaban por ahí. Le estaba explicando que era de Honduras cuando la conversación se cortó al aparecer su hija en la puerta de una librería al lado de La Mágica (evoco a estas alturas a La Mariposa Mundial, de Saenz); la muchacha necesitaba cambio de 5 dólares, así que aproveché para despedirme y sumergirme  luego entre esos estantes caóticos y fantásticos a la vez mientras Cindy cobraba sus recientes libros ya vendidos.

Tenía en mis manos Madera de boj de Camilo José Cela cuando la misma señora llegó a mi lado a recomendarme que leyera War against all puerto rican de Nelson A. Denis. Mira -me dijo- con este libro conoces más de nuestra desgracia, todos los boricuas deberíamos leerlo pero si eres hondureño mejor... a propósito, ¿conoces esa ciudad antigua... cak pen? ¿Ke pan?

- ¡Copán, claro! -le respondí. Ella cambió su serena mirada por otra de angustia y de recuerdo doloroso.

- Yo tuve una regresión impactante con esa ciudad. Nunca he ido a Copán pero es tan significativa para mí.

- Contame -le dije, regresando a su estante a Cela-, ¿cómo fue?

Puedo afirmar que el silencio se coló por las estantería y comencé a sentir un hormigueo de impaciencia. Algo en el gesto que ella hizo me provocó presentir una anécdota o anhelo de viaje truncado por no sé qué desgracia, pero lo que dijo a continuación era La noche boca arriba, de Cortázar, o al menos ese es el hilo que creí tomar al principio. Quizá ese ambiente, la escena de la tarde, el silencio, los tonos intercambiables de nuestros respectivos acentos, que sé yo, era demasiado literario el momento.

- Tuve un problema cardíaco hace unos años -me dijo, mientras miraba hacia un punto triste del piso-; cuando estaba en el quirófano y casi desfallecía vi que el doctor ya no era él, tenía los dos brazos alzados y sostenía un cuchillo de pedernal. Sus vestimentas eran esos atavíos llenos de plumas de los mayas. Casi no le miraba su rostro porque estaba a contraluz pero me di cuenta que estábamos en una plataforma de sacrificios y me iba a sacar el corazón. Me dijo que debía hacerlo porque éramos los últimos y que, luego de sacrificarme seguiría él.

Mi condición anímica cayó rodando por las piedras de ese templo convocado. Casi podía ver que los libros habían pasado a ser escalones del templo que da a la plaza occidental de Copán y que, ataviado con todos sus signos de poder, Uaxaclajuun Ub'aah K'awiil se disponía a dar el último sacrificio antes de la decadencia total de la ciudad del murciélago. Ella, María -que así se llamaba-, lo describía todo con detalle y con la voz quebrándose.

- Pero nunca he estado en Copán -repetía.

Por alguna razón cargaba, en el estuche de mi cámara fotográfica, una pequeña piedra que tomé de un templo derruido de Copán. La había estado cargando para dársela a mi hijo, Esteban, desde la última vez en febrero que visité la ciudad junto Iris Alejandra, mi esposa. Nunca se la entregué porque cada vez que me decidía al final encontraba un olvido involuntario. Ahí andaba la piedra copaneca, entonces, y sin dudarlo le dije a doña María que le daría como obsequio una piedra de la vieja ciudad entre la selva.
En ese momento comprendí que mi acto era un vórtice indefinible, que había estado cargando esa piedra para ella, que ella era la destinataria de algo que solo ella podría darle sentido en forma de una piedra miliar o un punto del arco escalonado de su vida que debía ajustarse dentro de un ciclo inasible.

Le puse la piedra en su mano y lloró.

- No sabés lo que esto significa para mí... ni yo sé lo que significa en realidad... pero qué fuerte, qué fuerte - me dijo con un desgarramiento profundo en su voz.

-Y yo no sé por qué sentía la necesidad de regresar y buscarte... si ya me iba.

Yo zumbaba y solo alcancé a decirle que quizá esa era mi misión en los vericuetos del tiempo. Le dije a Cindy que saliéramos rápido, que tenía ganas de caminar, de respirar fuera de ahí, lejos de María y su expresión de dolor antiguo. Salimos y no podía explicarle a Cindy lo que pasó en La Mágica.

Una simple piedra.

Un templo.

Un grano de arena que ahora regresa a una inmensa playa.


F.E.


Foto: Fabricio Estrada, Copán, Honduras.