Foto: Fabricio Estrada
Convivo con los sonidos de un mar tras los ventanales. Una
vieja pero colorida película muda se estrella con todo y su espuma a un
kilómetro y medio de donde escribo. El aleteo de las suicidas palomas crea la
atmósfera que, posiblemente, Patrick Suskind tuvo al escribir su inquietante
novela corta La paloma. Una que otra
pluma se ha filtrado por las ventanas pero, hasta la fecha, no me ha
sorprendido ni una sola pareja que haya cruzado su desenfreno hasta el pasillo;
de haberlo hecho, habría cambiado de lugar mi computadora y escribiría en la
cornisa, con todo y su precario equilibrio. No tendría otra, que se acicalen
las plumas con reposada tranquilidad, nunca seré un censor de vértigos.
Escucho ese ulular del viento que a veces se queda
prisionero entre el foso del ascensor y el pasillo. Es un lamento del cual
huyo. A las cuatro de la tarde comienza a escucharse algo que de pronto se me
ha convertido en horror blanco: el viento me trae la monótona grabación en alto
parlantes de un camión de helados. La dulzona cancioncita infantil es tan
puntual como un dolor de cabeza crónico y, a veces, sospecho que pertenece a un
arsenal sónico sofisticado creado para desestabilizar a escritores disidentes.
Paiko, pa i ko, p a i k o, por nada en el mundo compraría ese gelato infernale.
Existe otro sonido omnipresente, el de los ventiladores y el
aire acondicionado. Me hacen sentir que voy a una velocidad asombrosa sin mover
ni un solo músculo. No hay viento más triste ni sensación más impotente que la
de sentir el viaje en la cara con la certeza que, al detenerte, te derretirás
de inmediato exactamente igual que un impaclable paiko sobre el asfalto del Caribe.
Sisean los ventiladores con lengua sibilina y promesa de playa, aún y cuando
ninguna palmera movería uno solo de sus cabellos ante su arremetida de perro
eólico. Pero aquí están, los hieráticos ventiladores con su lengua huracanada,
viéndome fijamente o rastreando polvo alrededor de la sala. Su disciplina me
desconcierta y me constipa a la vez. Al dormir, el aire acondicionado mete en
la cabeza que vas en la cabina de un boing transantlático y que, al levantarte,
una azafata te espera con un vaso de agua para calmar tu boca reseca. Habrás
hablado demasiado la noche anterior, un polizonte súper incómodo para los demás
pasajeros en las sombras. Odio los levitantes aires que se van aclimatando a la
temperatura exterior y que, en la madrugada, aparte de enlatarte en un boing te
ubican en un polo fantasma donde no hay focas ni sagaces gaviotas parloteando
por ahí. Me enrollo tanto en las cobijas, que termino succionando hasta las
cortinas para luego tener pesadillas de reclusorios mentales donde doy con mi
cabeza contra acolchadas celdas.
A veces me despierto y voy a ver al viento encerrado en el
pasillo. Aflojo un poco su cadena y sale manso. Sé que mañana volverá a meterse
a líos, pero da cierta paz verlo coletear a través de la noche y apagar una que
otra vela.
No es el viento de Luvina,
es cierto, pero cuánto se le extraña una vez que se va.
F.E.
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