Foto: Fabricio Estrada
Nada más bello que escuchar truenos en la madrugada e
imaginar que en ese oscuro juego de Pokemon existía, desde su lanzamiento, la
perversa misión de hacer explotar a la humanidad cuando el último bicho fuera
encontrado y cazado.
He conocido locuras masivas. Vi una vez el desenfreno de la
derrota en el cinco a dos que México le propinó a Honduras en las eliminatorias
de USA 94. La cosa era destruirlo todo y había éxtasis, patadas al rostro,
ambulancias puestas a girar sobre sus caparazones. Luego a correr a casa para
no perdernos las noticias donde nos mirábamos a nosotros mismos huyendo de las
palizas. Era un juego extraño. Teníamos que vernos en repetición para afirmar
que todo aquello fue cierto.
Vi las tiendas desabastecidas por oleadas de empleados que
deseaban un beeper. Conserjes,
directores, ejecutivos, médicos, sacerdotes, todos querían uno y mucho más:
querían que el beeper sonara en medio de la nada y decir, oh, lo siento, debo
irme, tengo algo importante qué hacer. Todos nos mirábamos cariacontecidos y
comprendíamos la importancia de ese gesto. Mirábamos al cura o al médico o al
conserje perderse en su moto seguros que ese era el hombre moderno siendo
llamado por el progreso o por la oración urgente de la extrema unción. En todos
lados sonaban los beeper. Eran una
peste.
La lucecita roja e intermitente. También la vi. Todos
querían que esa lucecita parpadeara en su cintura. Los primeros celulares
hicieron estragos entre los campesinos y los fashion. No había fiesta donde no
surgieran esas luciérnagas por el puro hecho de sentirse conectados al siglo que
siempre está más allá. Había celulares que funcionaban y otros de juguete. Los
que más se vendían eran los de juguete, por supuesto. Lo importante era que la
lucecita titilara en la oscuridad de la disco o de la calle. Ahh, ahí comenzaba
lo sublime. Todo mundo era un avión en pista de aterrizaje, un satélite
cruzando la noche, un puntito brillante en la nada.
Camén jugaba Atari
pero dichosamente los cassettes eran siempre los mismos. Durante años repetimos
Asteroids, Pacman, Vanguard, Missile
Command y Armor ambush. Camen era el único que tenía Atari en el pueblo.
Les dimos fin al cansancio y luego los montábamos en la realidad del patio
trasero con armas construidas por nosotros mismos, con Memo, Rober, Beto,
Damocles y Fidel. Nos gustaba interpretarlos más que jugarlos en la consola. La
realidad aún pesaba más. Sabíamos que solo nosotros podíamos darle fin al juego
y que luego todo continuaba igual, los ríos, las montañas, las potras. No
recuerdo haber quedado en silencio viendo hacia la nada como no recuerdo nada
parecido a lo que hoy ya superó a los ensimismados mensajes de texto y a los
propios juegos on line. Los fucking pokemon.
El fin de semana anterior he
tenido que controlar un tic en mi labio inferior. No dejaba de balbucear. Vi
cien. No, vi trescientos muchachas y muchachos avanzando por las calles del
Viejo San Juan con los celulares buscando pokemon. Esa masa se concentraba en
la plaza frente al Cuartel Ballajá así que supuse que la aplicación los
conducía hacia una búsqueda agrupada ahí mismo. Me acerqué a uno de ellos que
supuse algo extraviado y le pregunté si había algún tipo de convención tipo
Comic con. El extraviado eres tú, ¡acho! Pareció decirme con su gutural y
molesto no. Seguimos caminando por las bellas callejuelas y, no exagero, pero
los grupos de zombies eran alarmantes. Una niña de seis años pudo evadir el
tráfico y la multitud y entró al bar donde habíamos buscado refugio. ¡Encontró
un pokemon justo al lado mío luego de recorrer muchas cuadras hasta ese antro!
Los truenos eran muy fuertes.
Desperté con ellos en un arrullo inverso. Me decían que me despertara, que ya
todos los pokemon habían estallado, que ya no había nada que espiar junto a
ellos, que cada casa había sido registrada por la aplicación hasta en los
goznes y alacenas. El banco de datos está lleno, susurró el último trueno.
Despertá.
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