La bolsa que acabo de ver vendría de algún econo o de algún walgreens de las cercanías, libre ya del consumo, volaba en dirección a Miramar y, por su actitud, es seguro que buscaba enredarse en las grúas del puerto. La american beauty pasaba, entonces, como un flamenco blanco y sin misterio, plena en su deshecho, tan radiante en su mínima elegancia que casi me hace pensar en la posibilidad de un Leonardo da Vinci anónimo y posmoderno que, desde Santurce, dibuja con trazos rápidos los estudios del vuelo de una bolsa. Imagino esos dibujos y las acotaciones, los detalles y las suposiciones del cómo se sustenta en el aire.
También he visto un wilson que se le fue escapando a un bañista en El Escambrón. Cuando ya no pudo más, dejó que el wilson naranja siguiera hacia las piedras de la orilla. Tuve el ánimo de bajar y preguntarle al balón inflable ciertas dudas que tengo sobre la navegación y sus derivas pero, Iris Alejandra me pidió que leyera otro poema de Rilke a las rosas, ese donde la flor se va desnudando pétalo tras pétalo hasta quedar desnuda de esplendor. En aquellos tiempos -evangelio apócrifo del romanticismo austro-húngaro- las rosas pasaban en entre ráfagas suaves o flotando sobre las corrientes del Danubio, pienso. Rilke las compraba en su econo respectivo o las encontraba en frascos de te en el walgreens del castillo de Muzot.
Dicen que Kevin Spacey tuvo una gran actuación en la película en mención, pero yo recuerdo la bolsa y su tremenda fluidez en el espacio. Su trance era insustancial pero tenía algo de nuestros cuerpos zarandeados por la ciudad.
Cuando floto en el mar soy wilson y no Tom Hanks.
Lo habrán adivinado.
O una tortuga de Buscando a Nemo.
O un Jonás inflable.
Qué sé yo.
F.E.
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