Todos, todas se estaban mudando al sueño. La realidad ya no
era suficiente, se había agotado el sueño anterior. Un sueño puede servir para
varios meses, pero no más, había que llenarse de nuevo, el pueblo ya estaba
agotado: la silla era silla y la risa simple risa. El sueño se había secado y
cada cosa se contraía como el ojo de un pez muerto. Las calles eran más
polvorientas y el cerro miraba a la distancia, hacia otro lado, ya no miraba el
sencillo ir y venir de los días. Sí, se necesitaba más cosas para vivir y esas
cosas ya no estaban en la realidad.
Era entonces que llegaba el Cine Pleités a Sabanagrande y el
parlante anunciando la función de estreno sacaba a los niños y niñas de la
duermevela y algo comenzaba a cambiar esa semana.
¡Una semana entera! ¡Una semana entera podrá ver al
sensacional Santo luchando contra las momias de Guanajuato! ¡Venga a Cine
Pleités y traiga su silla a las seis en punto de la tarde, hoy sábado!
Pleités -el apellido sonaba a alguien relacionado con el
mundo de las estrellas-, era un señor risueño que cargaba su proyector de cine
a través de los municipios del sur de Francisco Morazán. Lo venía haciendo desde
principios de los sesentas pero mis amigos y yo, de unos ocho años, alcanzamos
a verlo ya en su etapa final a mediados de los ochentas. Su llegada no había
perdido la magia. Sólo contábamos con dos canales de televisión y no siempre
había permiso para ver tele por más de una hora. Nos atragantábamos con las
pocas películas o pichinguitos que
alcanzábamos a ver y eso nos duraba por muchos meses: El Curro Giménez, El Tesoro del Saber, Sport Billy y las caricaturas de
la Warner Bross. Pero era Pleités quien traía la mística, porque en algo
ayudaba que la función comenzara a las seis de la tarde, justo cuando el sol se
apagaba y así, el mundo entero, la realidad entera era una enorme sala de cine
que apagaba sus luces y daba pasa al delicioso sonido del carrete que comenzaba
a correr. Era como escuchar la primera lluvia, como agarrar un viejo peine y
llevárselo al oído recorriendo sus dientes con una cuchara.
La sala de cine era un corredor de la vieja casona de la
Licenciada. Ella se lo alquilaba a Pleités. Una casona del siglo 19, alta y
desvencijada, con baldosas de barro y un solar antiguo que daba miedo. Olía a
excrementos de gato pero ya en el corredor, apretujados, eso pasaba a ser
complemento que ahora se vuelve indispensable en la memoria. Las profesoras
Lila, Engracia, Luz, Adalúz, Cholina y Maruca –mi abuela- ya ocupaban su
primera fila junto a Pacita, doña Matilde, mi tías Lauren y Olga, Trinita,
Tanchito –mi tía cantora- y mi chicharachera tía Pocha Caballero. Pero la
función alcanzaba su máxima solemnidad cuando Monseñor Evelio Domínguez llegaba
con su sacristán de turno cargándole la sacra silla. Era un momento de silencio
y extraño regocijo espiritual con aires muy familiares. Dejábamos de
pellizcarnos y de alborotar y mirábamos cómo su eminencia, entre las sombras,
ocupaba el mejor ángulo. Y así comenzaba el sueño, entre mordiscos a los
crujientes pastelitos de perro de Betsabé, entre palomitas –pop corn- semi
quemadas y el rasgado sonido de los anticuados parlantes.
Yo no sabía aún de Cinema Paradiso pero juro que hasta el
loco del pueblo estaba ahí, callado y con una sonrisa de arrobo porque había
entrado, a último minuto, Rosita Galindo con la suprema belleza del pueblo en
aquel entonces: Milagrito. Milagrito con sus vestidos primorosos y su belleza
de los años cuarenta. Los niños imaginábamos que era Milagrito quien se
enamoraba del poderoso Santo –que terminaría transmutándose en uno mismo en el
posterior juego- y que era ella a quién debíamos ir a ver con sonrojo a la hora
de ir por zapatos a la tienda donde ella ayudaba a doña Rosita, la aristócrata
anciana que, al percatarse de nuestro alelamiento, nos daba un par de
reprimendas secas y nos despachaba con los zapatos nuevos envueltos en papel
periódico.
Por un par de horas, todos reíamos y quedábamos temblando
cuando las momias salían de sus catacumbas, pero los gritos de alegría eran más
cuando el Santo lograba apartar de su cara los murciélagos de plástico y
propinaba el uppercut preciso en la mandíbula de un muerto viviente.
Sabanagrande desaparecía y la carreta bruja podía esperar un rato más en la
esquina del manguito o en Las Tres Cruces camino al cementerio.
Ese era el momento en que nos aprendíamos todas las fintas y los diálogos para
después llevarlos a la práctica envueltos en sábanas o con una máscara de papel
cubriéndonos la cabeza. La función terminaba demasiado pronto. Los 20 centavos
no daban para más. ¡Atención niños y niñas! ¡Mañana estaremos presentando Súper
Ratón!, era el propio Pleités el que nos despedía en la puerta de la casona
seguro que mañana volveríamos.
Todos regresábamos a casa cargando la realidad de una silla
pero ya bien cargados de sueño. La breve mudanza de la aventura, la sigilosa mudanza
de piel, el héroe, el malévolo científico trastornado, Milagrito mirando un
instante nuestros ojos en torbellino…
regresábamos a casa y la casa ya no era simple, la oscuridad ya no era el patio
con su árbol de ciruelas japonesas, el cerro había vuelto su rostro hacia
nosotros y la infancia era de nuevo infancia. Yo ponía en mi oído un peine de
plástico y rozaba sus dientes con una cuchara. Escuchaba el sonido del proyector.
Entonces, dormía.
F.E.