viernes, 20 de noviembre de 2015

Espejo De La Ciudad

El siguiente es un cuento inédito de Rigoberto Andrés Paredes Vélez. Advierto, nada más, que la realidad siempre es más compleja que la imaginación, que apenas se puede, con la imaginación, dar un esbozo de lo que somos como seres. Lo publico en este blog como un reflejo de ese espejo que somos, roto para algunos y con el rostro disperso.


Espejo De La Ciudad.
Rigo Paredes Vélez
“A nadie le está dado recorrer más que una parte infinitesimal del Palacio”
BORGES, El Oro de los tigres


Tiene dos nombres. Uno se lo han dado su madre y padre. El otro es plural,  y se lo ha ganado,  cambia según la estancia donde se encuentre, mientras recorre el Palacio: bifurcado incontables veces, incorpóreo, infinito.

La niña apenas alcanza a extender la mano lo suficiente para que la señora la sujete de la manga. Avanza con pasitos firmes por las calles chorreadas de hollín y aceite, nudosas y serpenteantes de nuestra Tegucigalpa, calles que le han enseñado mucho; el nombre y rostro de cada penuria, si bien  aún no los del desamparo. Se detienen; la calle adelante está inundada por la lluvia de la noche. Los vecinos evalúan los estragos, la madre considera cómo seguir. La niña se distrae observando el extenso basural en las aceras del Guanacaste, adivinando qué aliento se esconderá ahí, bajo el refugio del cartón y el periódico desechado. Entonces su mirada se cruza, por casualidad, por primera vez, con la de debajo. Perpleja, se detiene a ver el suelo de nuevo. En el charco, le devuelve la mirada, un rostro: en apariencia, idéntico al suyo, pero sombrío, los ojos apagados, inquietante de una manera invisible pero sensible. Luego consideraría que el reflejo que ve en ese momento no es su propia cara, sino la de la ciudad: Tegucigalpa, y su extraña sed de olvido, y oculta mucho más de lo que muestra. Pero la señora ya la hala de nuevo del brazo, y sigue con su pasito firme y alegrón, caminando entre los humores que se alzan de la calzada, el sofocante olor cruzado de los sueños a fuego lento y de la plegaria perenne.

Esa noche, en sueños,  vuelve a vivir el encuentro con su réplica oscura del subsuelo; la visión se seguiría repitiendo recurrentemente, su significado imaginado cada vez un poco mejor. Ser perseguida por este espectro enigmático que se oculta en su propia efigie no le molesta;  las manifestaciones que podrían perturbar y aterrar a un adulto no son más que una diversión para un infante, y ella acoge cualquier diversión que la distraiga de una vida marcada por los rigores de la iniquidad.

El Reflejo no muestra sino el propio rostro, enturbecido, pero poseído de una intensidad insondable. Uno se ve figurado no como un cuerpo, sino como un abismo, un hoyo en el espacio que tiene la propia forma. En cierta forma, el Reflejo encierra nuestra naturaleza hondureña: estirpe en perpetua fuga, en perpetuo exilio autoimpuesto. Sin la capacidad o la voluntad de redimir la deudas que nuestro duro pasado nos ha dejado hacia nuestra tierra, huimos de nuestra historia: por no poder borrarla, preferimos consignarnos nosotros mismos al olvido, aniquilar ese puente que nos une con el ayer. Escapamos, físicamente si es posible, de nuestro origen; cuando no nos atrevemos a dejar la tierra, la cancelamos, fingimos que ese origen no nos pertenece, imitamos culturas distantes para despojarnos de ese legado insoportable.

Pero el Reflejo no es más que una máscara; lo que está detrás la niña solo puede intuirlo, de una manera gutural: con la práctica, el secreto se vuelve cada vez más inteligible. Lo que se esconde  detrás de la máscara es más o menos comprendido por muchos, incluso trivial para otros. Para una niña de entendimiento inocente, en cambio, sus consecuencias no son fáciles de asimilar en base a las pocas experiencias que ha tenido en la vida, y lo mucho que se le oculta, por no juzgarla preparada. La máscara resguarda una criatura de nuestra conciencia colectiva; en otro tiempo podría haber sido adorada como un dios, su figura erigida en estelas de piedra junto al sol, los mares y el maíz, en el nuestro, no ha corrido mucha suerte. Hoy, que la niña lo escruta, lo concibe vagamente como que sería el espíritu de Tegucigalpa. Su imaginación no le es piadosa; se le figura como un animal funesto, lastimero, sometido y explotado. No por ello deja de exigir sacrificio;  cada pecado y perversión de la Gestalt de nuestra nación se paga duramente en su altar. Tiene mandíbulas que consumen constantemente el vicio, tragándose enteros los corazones plagados de los hombres que se entregan al olvido en su órbita; tiene un devenir preparado para cada suerte de hombre que en ella mora. La niña no llega nunca a descubrir el suyo en la visión, pero no es difícil de estimar. Una estrechez perpetua de oportunidades, un acomplejamiento continuo bajo la presión de satisfacer miopes convenciones sociales, un embarazo temprano, una pareja ausente, fracaso en titularse, dócil servilidad dispensable.


Pasa el tiempo. Los sueños con el rostro se convierten en un recuerdo. Otras cosas suceden. Ahora un amor por los libros surge en la pequeña. Le gusta el olor dulzón y mustio de sus páginas viejas y amarillentas. La tienta, pero se contiene, probar su sabor. Es suficiente con que aquellos objetos tengan ya la virtud de  estimular sus otros cuatro sentidos: aparte de su aroma, el placer de leerlos y admirarlos, de oírse recitarlos si le place, de sentir su materia texturada y relajante bajo el tacto. Crece; de disfrutar de las clásicas historias de los hermanos Grimm y Las Mil y una noches, pasa a entenderse con Conan Doyle, Poe, Shakespeare y Borges. Se abstiene de Rowling, pero lee dos novelas de Coelho y abjura del resto. Así encuentra un refugio, de los crecientes humos de Tegucigalpa, de su agitación neurótica, de su parálisis mortecina, de sus mantícoras y el triste espejismo de la corrientona polis latina hundida como un iceberg en un mar de miseria, con su pequeña punta de abonanzados sin fuero emergiendo sobre el agua.

Reensaya su primer encuentro con el Palacio. Abre un libro a la mitad; partido en forma de V, e la entrada y la primera bifurcación. Elegir un punto en una página marca la siguiente: un antes y un después. Cada camino tomado, cada opción, cada idea, cada palabra es un nuevo nodo, nuevas posibilidades que se multiplican en un fractal perpetuo.


Y sonríe, porque sabe que ahora se adentra en ese camino de crecimiento, imaginación y ambición, tutelada por las voces de la Historia, sabe que ya no caerá en ningún destino truncado como el vaticinado por un reflejo negro y vacío, años atrás, en el agua podrida de un charco en el Guanacaste; destino al cual todas las circunstancias de su vida en este duro país se conjuraban para conducirla, y sobre las cuales ella, que se cree aún tan débil, prevalecerá cuando tantos han sucumbido.




Rigo Paredes Vélez
Tegucigalpa, 1987, diseñador gráfico. Ha participado en exposiciones colectivas en su país y en exposiciones virtuales. Participó en la cuarta pared del CCET y he enviado sus obras a varios certámenes nacionales e internacionales. Su obra aparece en su blog 
www.eleos-arte.tumblr.com

4 comentarios:

Luna Sofía dijo...

Gracias por subirlo.

Un fuerte abrazo Fabricio

handyalvarez dijo...

Qué hermoso.

Gracias Fabricio.

Unknown dijo...

gracias, bien escrito. una mirada iteresante acerca de la identidad del hondureño. Un cuento acerca de la ciudad de Tegucigalpa y quienes la habitan. Ojala Rigoberto nos siga enviando mas obra para estar en contacto con este joven escritor.

Unknown dijo...

gracias, bien escrito. Una mirada interesante acerca de la identidad del hondureño