martes, 2 de febrero de 2010

Pobrecito Dios - Julio Escoto

Para Juan Joaquín Bautista Rousseau, el hipocondriaco francés que regaló a la asociación de niños expósitos sus cinco hijos, el único dios existente era la naturaleza; para Erasmo de Rotterdam ("Elogio de la locura", 1511), que en Holanda había nacido de la sierva Margarita y de un cura originario de Gouda, región donde se produce el exquisito y fuerte queso, la expresión terrenal de dios solo se daba en la confluencia de educación y humanismo con que debía formarse a las personas, particularmente los niños, lejos de teologías y de vanas supersticiones que lo único que lograban era alienar al género humano.

Por entonces sucedía la terrible -terrible por la cantidad de víctimas que produjo- guerra religiosa entre católicos y luteranos, aquella que llevó al surgimiento de nuevos credos e iglesias, sobre todo en contra del corrupto, vicioso y cruel papado romano, el que dirigía guerras feroces como habían sido las cruzadas (que se calcula produjeron dos millones de muertos), oferta de bulas para ganar el cielo, venta de capelos cardenalicios, barraganías (amantes), sodomías y corrupción, lo que hizo a medio mundo -de veras medio mundo conocido- replantear su idea de dios y su práctica adorativa.


Mientras que los católico-romanos siguieron protagonizando ritos escandalosos -misas en lenguas raras (latín), manifestaciones bochincheras de amor a dios (vestiduras rasgadas, golpes de pecho, cilicios, penas, autoflagelaciones, sacrificios)-, Europa del Norte consideró que dios era asunto personal y que por ende debía hacérsele honra en el templo más íntimo del corazón, sin publicidad ni exhibicionismo. Es por la cual cuando visitas ciudades culteranas no hay ventanas cerradas ni cortinas, digamos en Hilversum, Holanda, sino abierta exposición a la verdad y la realidad. Si nada tengo que esconder, ¿por qué ocultarme?


Aquí no, aquí llega a enfermiza la mención obsesiva de dios, lo que demuestra aquello que Levy-Strauss definió como el "pensamiento salvaje" de gente que espera solución a sus problemas desde fuera, no de su propio logro personal. Citar a dios obsesivamente en público es muestra de debilidad, de sentimiento mágico ("fuerza extraterrena me auxilia"), así como de escasa intelectualidad. Legisladores y gobernantes contrarían al principio constitucional de separación entre iglesia y Estado al solicitar bendiciones gnósticas de sacerdotes y evangélicos que, peor aún, se sabe son pícaros redomados, explotadores de la superstición, pederastas si no, reaccionarios en lo político (franquistas, pinochetistas) y estafadores con el diezmo. Si no hubiera dineros al medio, ¿mostrarían tanta dedicación y fe?...


La idea de dios no pertenece a partido político alguno, ni a iglesia ninguna o clan sacerdotal, a hermandades, afiliaciones, cofradías ni sectas. Es el ser humano quien piensa a dios, no al revés. Por necesidades psicológicas (para entender la experiencia de la vida y para encontrar su ubicación en el universo) el hombre atribuye a una energía superior lo bueno y malo que pasa, su sino y avatar, dado que lo asusta lo opuesto y consecuente de la vida, que es la muerte. Tal sufrimiento es normal pero los más débiles, como forma invocatoria y dependiente, creen que si citan a dios de continuo romperán esa o alguna otra ley natural. Convierten a dios en talismán, amuleto, conjuro; lindan por ende con lo ingenuo y a veces la estupidez.


Es así que oímos a gobernantes y gobernados, héroes y villanos, clamar a dios con insistencia, costumbre que en civilizaciones cultas es de mal gusto pues identifica a personas incapaces de construir su propio entorno y existencia. Entre más sabia es una creencia en dios menos pública se vuelve, sino interior. Los profesionales de la fe -desde pastores a cardenales- alientan aquella costumbre pues la convierten en dominio, dinero y poder. Y de allí que luchar por la liberación del hombre signifique espiritualizarlo, no materializarlo, extraerlo del fanatismo, del rito y la confusión.

Por si acaso: creo en dios.

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