Cohn Bendit refiere en su libro “La revolución y nosotros, la quisimos tanto”, cómo Jerry Rubin, dirigente norteamericano, observaba en 1960 que “la izquierda era la que ofrecía todas las ideas; el debate principal se centraba al interior de la izquierda. Se discutía sobre todos los temas importantes: la familia, el matrimonio, el sexo, la creatividad, la política. La derecha no tenía ninguna idea. Solo mascullaba unos cuantos tópicos sobre dios, la patria y el militarismo”.
Mejores palabras no pueden hallarse para describir el estéril panorama que ofrecen hoy los partidos políticos de Honduras: agotamiento y rigidez, falta de propuestas y creatividad, senectud ideológica y ausencia de patriotismo siquiera burgués y secular; carencia de compromiso colectivo y abundancia de subordinación, plegamiento a estructuras externas hegemónicas u oligárquicas, cuando no sujeción a financiamientos del narcotráfico.
Más grave aún, no solo se estancaron y posicionaron en reacción tras los severos retos de la izquierda en las décadas 1960 y 1970 (castrismo, guevarismo, allendismo, sandinismo), perdiendo causas y banderas, sino que empezaron a retroceder y volvieron a nutrirse con basura intelectual ya superada, como el retorno a complicidades con la iglesia, de obvio repudio científico y morazánico, y a alianzas con el neoliberalismo, que acaba de demostrar, con el desastre financiero en Norteamérica, que debe ser siempre el Estado, y no los mercados, el que conduzca a la sociedad rumbo a planos superiores de bienestar. Brasil se convirtió en potencia mundial haciendo grande y eficiente al Estado, no reduciéndolo.
La continental encuesta de Latinobarómetro mostró en 2004 que la mayoría de votantes de América estaba dispuesta a aceptar, más allá del voto, un gobierno fuerte de cambio si le arreglaba el problema económico, materia que los partidos de tradición -Liberal y Nacional en Honduras- no han podido resolver en noventa años, desde que Celeo Arias publicó “Mis ideas”. Tal es la causa de que Hugo Chávez haya ganado diez elecciones limpias tras su aparición en escenarios de Venezuela y de que Lula, Evo y Correa obtengan masivas aprobaciones del votante. Las escalas de entreguismo y obra corrupta habían llegado a tal grosor en esos países que cualquier cosa -y esto no es demérito para aquellos presidentes- era siempre mejor que lo anterior (Adeco y Carlos Andrés Pérez, por ejemplo, rebajaron a 1% la tasa por extracción de petróleo; lo regalaron en tanto subían impuestos a los bienes de consumo popular).
Esos nuevos “políticos” exhiben audacia e imaginación, rompen al discurso pajero, pero sobre todo ofrecen rescatar, y lo cumplen, la propiedad de todos -que son los recursos naturales- de las manos indecorosas de las transnacionales -obsesionadas en lucro y no en desarrollo local- a fin de trasladar su usufructo a las arcas del pueblo y verterlo en salud, vivienda, educación, empleo y seguridad. Si a eso titulan socialismo y no dignidad republicana, con tu pan te lo comas. Quien niega esos procesos de otras naciones o bien piensa con intereses mezquinos o sufre de alienación. Alienación es estar enajenado, no reconocer la realidad.
Al desgaste de la máquina partidista se añaden múltiples desperfectos. Responde a verticalidades y caudillismos, a componendas con el capital y no con la masa obrera, que es el principal y decisivo factor de producción; se alquila al mejor postor ideológico y carece de un plan serio de desarrollo. Apuesta todas sus fichas a la inversión foránea olvidando, como advierte Paul Krugman, Premio Nobel de Economía, que un país no es una empresa y que como sistema cerrado ocupa regulaciones gubernamentales.
China alcanzó su poder industrial perfeccionando tecnología y mano de obra, no vendiendo su dignidad.
Si somos la segunda patria más atrasada de América no es porque la naturaleza nos castiga sino porque, con rara excepción, nuestros líderes políticos, económicos, religiosos y culturales prefieren la mediocridad contra el esfuerzo. Verdad de dios.
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