Por supuesto que hago el supremo esfuerzo por comprenderlo, o al menos reconstruir signos que, con frustración para mi abuela, el catolicismo intento erigir en mí desde temprana edad. Yo observo y sigo observando el despliegue de la filantropía como un gesto más de la vanidad pública, ese punto donde la virtud no pudo ser naturalmente materializada sino que se ha debido congregar a varios para convencerse de que hay bondad posible o coartada perfecta para ingresar al paraíso. Eso pensaba durante la misa en que me vi inmerso apenas llegando a Puerto Rico. También pensaba mucho en Gambardella, el personaje de La Grande Bellezza (me puse en pie todas las veces que el sacerdote lo pedía, guardé silencio y vi la punta de mis zapatos cuando oraban, callé algunos chistes y no dije ni pio cuando una donante fuerte de la Fundación dijo que había que dejar de hacer tanto viaje a Tierra Santa para poder dar más a los niños, y claro, ella lleva ya unos 25 viajes y contando), en fin, era Gambardella y estaba contrito.
No sé bien a qué categoría de hereje pertenezco. Creo que soy suavemente cínico respecto al tema, para unos puedo ser agnóstico o ateo, pero para mi abuela sigo siendo un descarriado. El punto es que llegado el momento de la bendición del lugar no he podido contenerme para captar esta imagen del mórbido comelón que impone santidad con su mano y parece decir hey niña, salí de ese cuarto, este muchacho no te conviene, tu madre y tu padre están sumamente preocupados por esa relación precoz y procaz que llevás. El otro padre le hace barra, con manos estrujadas y pose de santoral. Toda una tensión ahí, todo otro lenguaje y apreciación desde este rincón del lente. Hay preocupación en el sacerdote, maestría histriónica, decisión y convencimiento de fe, casi pudo ser uno de los trompetistas de Jericó o un sustituto emergente en El Exorcista.
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