jueves, 6 de junio de 2013

El retorno, Miguel Guardia - México

Hoy para hablarte me he quedado solo;
cerré para estar solo todas las ventanas,
el ojo alegre de las cerraduras
y los libros y las puertas. Y todo lo he cerrado.

Nomás los labios no, ni estas atormentadas
palabras que irán naciendo de mis labios a oscuras.

Es muy verdad que yo hubiera querido hablarte,
como antaño, del amor y de las cosas que nos unen;
hubiera querido decirte largamente
que te quiero, que me gusta que me sigan tus ojos,
que no hay suavidad como la de tus manos,
pero hace afuera un aire erizado de gritos,
¿comprendes?
pero algo trágico está sucediendo allá afuera,
y yo no lo sabía.

Mira: sólo el amor no basta;
tampoco basta con que querer que nuestros hijos
sean los más hermosos o los más inteligentes,
porque sé que en ellos le daremos al mundo,
únicamente, más carne para el dolor,
otro recinto de amarguras,
otra enturbiada fuente de lamentos;
ni siquiera bastaría que tu y yo y nuestros hijos
fuéramos a detener a todos los que pasan,
para preguntarles, con un gesto amistoso,
por qué están desesperados, por qué gritan así,
por qué llevan la vida como la más estúpida,
la más innoble o la más feroz de las tareas.

Nadie me escucharía ¿sabes?
Creo que nadie nos escucharía.
Y tendrías que sentir lo que yo, ahora:
aquí encerrado tengo la certeza
de que si cogiera el teléfono y llamara
y llamara, y llamara hasta morir de sed y de hambre,
todos los números contestarían ocupados.

Podría también abrir las ventanas y gritar;
gritar por la mañana, por la tarde, por la noche;
aullar, gritar hasta que todo el mundo se despertara
destrozarme gritando y gritarles y gritarles.
Pero para ser eso es necesario ser heroico,
y yo no soy más que un hombre con el corazón desgarrado
y convencido de que ya no existen los héroes,
de que nadie mueve un dedo para salvar a nadie:
todos están cuidando sus pedazos de pan duro,
cepillando con agua su único traje
para evitar que se vea pardo,
pensando en una hermosa mujer que se entregara gratis.
Los héroes...
(Cuando llegues a estas dos últimas palabras,
los héroes,
te ruego que las digas con una voz cuidadosa,
como si anunciaras a alguien la muerte de sus padres.)

Ya no hay héroes ¿me oyes?, ya no hay héroes:
todos asisten diariamente a una oficina
y son buenos empleados y trabajadores;
todos están casados y tienen hijos innumerables,
y acostumbran a hacer un paseo dominical,
provistos de bolsas en las que hay tortas y refrescos.

Corren un poco entonces y golpean una pelota
o tratan de subirse a un árbol inclinado y pequeño
para demostrarse que aún siguen siendo los mismos.
Luego comen, hablan sabiamente del aire puro,
satisfechos de su existencia reposada y cómoda,
y regresan a sus casas y se duermen tranquilos
tras de poner su dentadura en un vaso con agua.
Y yo no sabía nada de esto y estaba mudo,
y me levantaba contento por las mañanas
y hablaba de amor y de nostalgia, como lo más hermoso
y lo más terrible que pueda sucederle a un hombre.

Se aprenden, sin embargo, palabras oscuras,
y cambian de sentido nuestras viejas palabras.
Si ellos quisieran mirar a su alrededor,
si ellos quisieran mirar a su alrededor, y ver,
si ellos quisieran mirar a su alrededor, y ver,
y si ellos vieran que el mundo ya no es sencillo,
si por lo menos  sintieran algo del dolor del mundo,
si se conmovieran, por lo menos, con un verso sencillo,
si un odio simple les partiera el alma,
si por lo menos lloraran con un dolor sencillo;
su pecho no sonaría más como un ataúd;
sabrían que las sirenas de las ambulancias
aúllan, como mujeres enloquecidas, al olor de la sangre;
que hay niños que se quejan suavemente
como si cantaran una vieja canción,
porque se están muriendo sin que nadie lo sepa;
que hay gemidos y palabras entrecortadas
brotando de zaguanes oscuros, de cuartos de hotel,
de estrechos callejones donde el hombre se refugia;
del quejido impotente y opaco y terroso
de los que caen diariamente bajo la violencia;
del odio de los que roban por vez primera
porque ya nada tienen que pueda serles robado;
que hay cantos lúgubres en las iglesias
y coros aterrorizados en los hospitales;
conocerían el zumbido plomizo del silencio
de los que ya aprendieron que todo es inútil.
Y quizá cada uno tomara su corazón,
henchido, inflado, hinchado por la ira
y por el llanto y la desesperanza,
y lo arrojara desde su turbia torre de marfil,
como semilla grande para el florecer del héroe;
para alfombrar de púrpura valerosa el camino
que haya de pisar mañana el héroe verdadero.
¿Estás haciéndome caso?: el héroe verdadero.
El que lleva en las sienes una corona de espigas
y en el pecho un corazón de pan tranquilo y vigoroso.

Compréndeme ahora: se engañan  quienes creen
que sólo ante un lecho de muerte uno se despide
para siempre, de todo aquello que le es querido:
estoy vivo, y estás viva, y existe la esperanza,
pero tengo que despedirme de estas palabras mías
que no gritaré jamás, porque sólo soy un hombre.
Pero ojalá llegue alguien que las arroje al aire:
ya sé que muchas serán arrastradas por el viento,
entonces, y que algunas caerán sobre las azoteas
y que lentamente irá secándolas el sol
y pudriéndolas la lluvia;
que otras quedarán sobre el asfalto de las calles
y que serán comida de los perros,
pero que una, la más limpia y serena de todas,
acunará la infancia del que estamos esperando.

Eso era todo lo que quería decirte.
Ahora voy a salir de nuevo a la calle:
deséame la mejor suerte,
y que tenga la fuerza de voluntad necesaria
para no dejarme acobardar, como ellos.


(Miguel Guardia, Ciudad de México, 1924-1983)

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