miércoles, 22 de octubre de 2008

El creador como sospechoso, Alan Mills - Guatemala


Venir aquí a decir que el creador (sobre todo el literario) pasa estos días algo parecido a lo vivido por K, el personaje de El Proceso, suena a delicioso lugar común. Me atrevo y corro el riesgo pues resulta efectiva la imagen al revelar ese acoso venido de quién sabe dónde, el miedo a algo que no asoma su rostro, la culpa sentida por quién sabe qué.

Y es que, para ponerse claro, pocas cosas generan tanta suspicacia en los días que corren como la creación literaria. Y si se da el caso de que el creador es menor de 40 años, la sospecha aumenta exponencialmente.

Nadie está dispuesto ya a creer que alguien se encierre en sus paredes a intentar producir un objeto que contenga algo que podría ser nombrado como bello, algo capaz de comunicar una verdad (o una mentira) más allá del trámite cotidiano.

Se duda que existan esos seres dominados por un impulso que oscila entre la sinrazón y el método. Hay un total descrédito de la vocación y de la necesidad de componer estrategias estéticas o intelectuales.

Un mundo que ha perdido toda inocencia parece negarse a que exista una lógica distinta a la de la voracidad mercantil y la competencia. Como dice Josipovici: “¿Qué sucedió con los elevados sueños de que el arte fuera la actividad humana más significativa?”.

Así, si se es menor de 40 años y se vive en Guatemala lo más seguro es que piensen que se escribe (o se hace arte) por escandalizar, con afán de ser un saltimbanqui sediento de atención: un mentiroso. Se desea “expresarse” para ganar notoriedad, para conseguir novias.

Que los hay, los hay, pero es a todas luces injusto pensar que el solo hecho ser menor de 40 te convierta en embustero, trepador o agiotista.

Y la culpa, obviamente, no la tienen aquellos que han ejecutado castos performances o happenings en los últimos años. Ellos creen en el poder de lo efímero y, que yo sepa, no se han presentado a sí mismos como los grandes formuladores de la nueva belleza. Los culpables son los que han querido ver estos hechos esporádicos como los únicos actos representativos de nuestro variopinto grupo de coetáneos, relegando productos más contundentes o acaso con mayor vocación de permanencia.

El conservadurismo innato de esta sociedad también quiere frenar una manera de ver las cosas que a todas luces nace (¿o renace?): la posibilidad lúdica de crear y no tomarse tan en serio. Es decir: podemos darnos la oportunidad de divertirnos. O mejor: nuestra vida es más completa con ambos lados de la luna: lo sesudo y trabajado puede convivir con la improvisación y el descreimiento. No hay que alarmarse: lo que ha de quedar, queda.

El asunto de la desconfianza es para mí más sensible en la literatura, donde, al parecer, algunos escritores de cierta edad dudan tanto de sí mismos que no creen que otros puedan hacer algo decente.

Lo siguiente puede ayudar a ilustrar lo que digo: hace unos meses, compartíamos autobús Javier Payeras, Francisco Morales Santos y yo provenientes de un Festival de poetas en El Salvador. Hablábamos de las cosas que hablan algunos escritores después de una semana de encuentros y desencuentros: de borracheras, resacas y del futuro de la poesía. Mientras hacíamos las filas migratorias nos encontramos con otro escritor guatemalteco (que supera los 40) y una mujer guapa que era su hija. Nos comentó que nos había visto en los periódicos salvadoreños y que le complacía mucho encontrarnos. Conversamos amablemente unos minutos y nos invitó a abandonar el bus y continuar el viaje en su auto. No vimos por qué no acceder. Las 2 ó 3 horas de camino, el escritor en cuestión, monologó sobre sus astucias para escribir, sobre sus trucos, sobre sus lecturas. Hablaba de cómo corregía y corregía y de cómo tiraba a la basura montañas de originales. Se dirigía a Javier (que iba dormido) y a mí. No nos hizo ni una pregunta. Lo inquietante es que lo comentaba todo con aire de que nos estaba revelando un universo desconocido, un paraíso perdido por nosotros: el del rigor y la técnica.

Debo aceptar que me molestó un poco. Eso hablaba mal de la imagen que se tiene de nosotros. Pensé que nos consideraba unos ingenuos confiados a los bemoles de la inspiración por el hecho (otra vez) de ser menores de cuarenta. Quizás él creía que nosotros no leíamos nada para evitar ser influenciados y ese tipo de charadas que gustan poner en boca del que no ha hablado.

Escenas como ésta las he visto repetirse con diferente personaje y escenario. Pareciera que se ha fabricado una jerga, casi un sistema de prejuicios que evita a algunos mayores (en edad unos y en espíritu otros) comunicarse (en el sentido amplio del término) con los creadores que apenas pintan barba en el rostro. La desconfianza está ahí, palpita a reventar.

Y en un sentido más global, se podría decir que vivimos la era de la sospecha. Piénsese que los escritores (y los poetas en un grado mayor) pierden cada vez más el aura de respetabilidad ganada al compás de siglos de trabajo y tinta. Yo, por ejemplo escamoteo el dato en mi CV, minimizo al máximo mi condición para evitar dar la idea de que no soy un tipo serio. Éste es el mundo, aceptémoslo.

Por si fuera poco, existe la otra sospecha, la que recuerda aquella sentencia de Adorno en cuanto a que después de Auschwitz es imposible escribir poesía lírica. Es la sospecha que nos quiere imponer el no escribir si no es para relatar la crudeza del pasado de sangre. Un Marco Antonio Flores furibundo exclamó en alguna oportunidad de que en los “escritores jóvenes guatemaltecos” no existe “desgarramiento” (aunque no recuerdo si era ésta la palabra) pues no vivieron la pesadilla de los 36 años y, en consecuencia, todo lo que salga de nuestra pluma es inocuo.

Está claro que sí nos gusta la parranda y que los temas de nuestros novelistas difieren en algo de los de la mayoría de sus antecesores nacionales. Pero, así como se sabe que la poesía sobrevivió al holocausto, está la certeza que la literatura no tiene límites temáticos. Y ahí estamos, con los desgarramientos propios.

La verdad es que pretender cambiar el mundo desde nuestra humilde trinchera de símbolos comunicantes es como viajar a Irak con una pistola de agua. Mas, al mismo tiempo, pensar inútil el empeño en crear una obra es una manera más de ser reaccionario.

Sobre todo si se quiere negar esa posibilidad basándose en el dato de que no se rebasa la cuarentena de años ni se ha encajado un solo tiro.

La edad como accidente
Quiero ser tajante al afirmar que la edad en literatura es un hecho nada más que accidental, un asunto de circunstancias. Rilke publicó sus Elegías de Duino a los 21 años. Queda claro que era un poeta inmaduro (la ironía es evidente). Los 18 poems de Dylan Thomas salieron de imprenta cuando el “Rimbaud de Cwndonkin Drive” apenas rebasaba su primer veintena. Ni que decir de Neruda, Vargas Llosa o John Keats.

En la esquina contraria están los que aprovechan sus arrugas para debutar maquinando maravillas. Uno es Saramago que publicó su primera novela a los 58 y por eso se ha constituido en arquetipo de la paciencia. Escritores de madurez, que les dicen. O la variante de Augusto Monterroso: publicar libros cada diez años o más, confiado al dictamen del reposo.

El peligro está en tomar superficialmente el tema de la paciencia y pensar que la cosa se reduce a dejarse envejecer para escribir los libros o publicar cada vez que nos examinamos la próstata o cada dos periodos presidenciales.
El rollo, creo, es más complicado. La paciencia, la lectura y relectura, la técnica, son imperativos para crear algo digno, es cierto. Pero todo esto no se mide en años-hombre sino en tiempo concentrado de trabajo más diablo.

Me explico: de nada le servirá a un escritor sin colmillo envejecer. Publicará su primera novela igual que Saramago a los 58 o quizás se anime y espere a los 80. Si es malo, lo será (al decir de los mareros) forever.

Del otro lado, un creador serio, imbuido de lo que hace, explorador de la técnica, domador del talento, artesano obsesivo (quiero decir “con oficio”), cómplice de la tradición y el diablo, puede crear obras importantes a cualquier edad y en cualquier momento. Creadores imberbes fueron “el joven Marx” allá lejos o “el joven Paz” más recientemente. Sin contar que nada les impidió envejecer genialmente y manufacturar trabajos pesados hasta que les llegó el freno de la tumba.

Se puede decir, pues, que es recomendable someterse al arbitrio del tiempo de una manera eficaz y controlada, dado que, como ya lo han dicho, él es el mejor crítico. Encontrar el ritmo necesario, sopesar nuestros insomnios y las pastosas horas contra las comas y adjetivos. Tampoco se trata de mandar a prensas cualquier ocurrencia garrapateada en nuestra laptop: todo dependerá de la calidad del que escribe y de su capacidad crítica para reconocer qué cosas merecen el escrutinio de los lectores. Los buenos editores ayudan a solucionar.

Ni se crea que me pongo a defender la prisa. La mayoría de trabajos mediocres son producto de ella. Lo que pienso es que ya es hora de dejarse de sermonear con la paciencia y mejor ponerse a escribir (publicar no estaría mal) cosas que valgan la pena. Esto va para mayores y menores de 40 (me incluyo). Ya va siendo hora.

Paréntesis, por si las moscas

(Aclaro aquí que cuando digo “escritores jóvenes” o “generación de posguerra” lo hago sólo como mecanismo nominal y como recurso taxonómico para designar a los que compartimos edad y espacio. Lo seguro es que somos muy diferentes en intereses, estilos, recursos e ideas).

Los interlocutores y el asunto generacional

Hagamos un alto. No se puede decir que no existen creadores de otras generaciones interesados en una comunicación franca con los, así llamados, “escritores de posguerra” en Guatemala. Por el contrario, muchos de nosotros les debemos tanto en términos de aprendizaje y oportunidades, que negarlo sería una puñalada trapera. Los nombres me vienen a la mente y no resisto pensar en que quizás este texto sea injusto con ellos.

En estos últimos años ha existido un tráfico intergeneracional que ha dado frutos en proyectos editoriales, amistades, lecturas públicas y, sobre todo, en riqueza intelectual. Las revistas Magna Terra, La Ermita, La Revista de la USAC y Algarero Cultural se proponen como cauces para escritores de varia edad. En sus páginas confluyen octogenarios con púberes. Los criterios difieren pero se preocupan por publicar autores de calidad (con las infaltables excepciones).

Son muchos los que no se encorsetan en códigos de edad, género o nacionalidad. En eso está la clave, según se ve, para generar una movida literaria heterogénea y dúctil. Un calidoscopio libresco.

A más, hay mucha literatura a la que los menores y mayores (hablo de edad) debemos ponerle atención y sacarle el jugo. No leer El tiempo principia en Xibalbá es imperdonable, un horror. Y así muchas otras, que nos recuerdan que no debemos ser diletantes las 24 horas del día, que se debe buscar.

Yo, por ejemplo, no siempre me identifico con lo que escriben mis contemporáneos nacionales. Mucho menos puedo decir que lo que más me interesa sea leer los libros editados en Guatemala. Creo que lo que diferencia a la gente inteligente es esa posibilidad de estar abiertos a todo (o casi todo) y saber exprimir lo necesario de las distintas experiencias, estén (los libros) escritos en el idioma que estén escritos y hayan sido publicados en el año que hayan sido publicados. La cosa tiene que ver también con los cánones estéticos y técnicos con que nos hayamos formado (o en los que nos estemos formando) y en los que fundemos nuestra manera de pensar y hacer literatura. Con lo que nos gusta, pues.

Es de optar un poco por la obsesión de adelgazar, de desvanecerse, que agobiaba a Kafka. O como lo reformuló Borges: la necesidad de que desaparezca el autor y pasemos directamente a leer los libros. Hay que leer obras, no hombres (ni mujeres, obvio). O como dijera Jackson Pollock respecto de un crítico atroz: “debería (el crítico) dejar sus prejuicios en casa y pararse con el corazón desnudo frente a la pintura”.

Y lo de las generaciones, ahora que alguien me ayudó a recordar, es artilugio de Ortega y Gasset y, repito, un mero asunto de facilidad taxonómica. Sirve para ubicar autores en su tiempo o lugar. Es sabido que la gente de ideas afines muchas veces no comparte edad ni nacionalidad. Me es indiferente cuántos años cumplirá Coetzee o si Cabrera Infante nació en Gibara, New Hampshire o Mataquescuintla.

Acepto que las obras que disfruto podrían estar escritas por personas que, de conocerlas, podrían caerme como patada en el bajo occipucio. Sólo espero nunca tener que confirmarlo.

Paréntesis obligado

(Ojo: no defiendo la mediocridad de muchos libros publicados por menores de 40 en Guatemala. Sugiero que el tema de la mala pluma es lo suficientemente democrático para no respetar edad, sexo, color, preferencia política o nacionalidad).

Los heraldos del prejuicio

Deseo terminar dedicando unas líneas a una especie de gente (si bien no numerosa, sí bulliciosa) que demuestra una resistencia implacable a trabajos del cúmulo de escritores formateado como de posguerra, amparada en un amasijo de prejuicios débil pero contagioso. Esos que, de plano, se cierran. Los adalides del canibalismo y el juicio fácil. En suma, aquellos que se ufanan de su incapacidad o intolerancia a admitir registros simplemente extraños o nuevos (nuevos en un sentido temporal, pues la novedad ya sabemos).

Los alérgicos a la juventud: esos imposibilitados de entablar comunicación con una parte del mundo que está viva y que, además, sustituirá gran parte de lo que ellos conocen. Los que se privan de apreciar sabores que probablemente sanarían su colon irritable, por mero prejuicio.

Les es imposible entender, entonces, que un aficionado a la novela negra y los requiebros lingüísticos sea, a su vez, escucha fiel de chill out, de cadencias electrónicas, grindcore o death metal. O sea, no es posible leer a Góngora e inmediatamente revisar los experimentos polirrítmicos de The Mars Volta o la pirotecnia vocal de Mike Patton, por decir algo. Jamás concebirían que luego del temblor que da leer a César Vallejo uno puede pasar inmediatamente a sintonizar el canal Fox o bien a escuchar algún disco de los Beatles que nuestra madre nos ha enseñado a amar. Es un tránsito complejo, es cierto, pero así de real. (Les asusta este ritmo. No se dan cuenta que cada época fabrica sus manías).

En el carril contiguo, están los que simplemente nos aceptan en tanto masa informe, sin poner atención a la valía de los trabajos individualmente considerados. Están los que sólo quieren vernos como niños que escuchan música estridente y que abarrotan su organismo con barbitúricos (¿desde cuando son las drogas territorio privado de los jóvenes?), lo cual les provoca cándidas reacciones de comprensión y apoyo: “hay que darles un espacio a estos chicos irreverentes”, reza la promoción cultural. Lo que hacen, entonces, es mezclar en antologías, artículos y ensayos a escritores recios con meros advenedizos, persiguiendo masificar para anular. “Estos jóvenes”, dicen, siempre en plural.

Existen más variantes, todas espurias. Pensar que no existen creadores accidentalmente jóvenes, igualmente valiosos que los accidentalmente viejos, es una expresión de ingenuidad pero también de mala leche.

Con todo, lo mejor es no mosquearse tanto y seguir la vida en lo que va. Aunque, a veces, dan ganas de ponerse tremendo. Como para terminar esto parafraseando aquel momento arrebatador con que Brecht remataba cierto drama, y decir: “al carajo con ellos”.

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