Abordo por primera vez La Odisea, de Homero,
desde el punto de vista de lo paródico y lo autorreferencial y me ha dado una
nueva forma de entender el alma griega, la matriz de sus comedias o
tragicomedias. No en vano Aristófanes llegó a darle frescura a un ámbito
teatral dominado por la tragedia, la cual le dio al pensamiento creador una
profundidad tal que necesitó, en un momento dado, de superficie, pero no de
superficialidad. La profundidad de la épica y de la tragedia pudo ser hacia los
abismos del cielo o de la tierra, pero faltaba lo que sucedía a ras de suelo,
es decir, en la historia cotidiana de los hombres y mujeres testigos del
combate de los dioses.
Es aquí donde me concentro para afirmar que
Homero anticipó esa necesidad y, luego de crear la gran épica de La Ilíada,
advirtió (o adelantó ya en la misma Ilíada) lo que los griegos necesitaban
escuchar de sus aedos. ¿Dónde estamos nosotros en medio de este conflicto de
eternidades? -se habrán peguntado los testigos de los cantos ¿Dónde regresan
los héroes para curar sus heridas y ocultar sus fracasos? Homero nos da la
respuesta encarnando en Odiseo todas estas preguntas, pero, sobre todo,
haciendo de Odiseo un auténtico Nadie,
el anónimo sublime que será puesto en sospecha, despreciado, expulsado,
perseguido. Ya en una escena de La Ilíada, en medio de un combate, Odiseo
comienza a bajar de estatura interpelando a uno de sus hoplitas rasos cuando
éste le ruega que se retiren, que están perdidos ante la acometida de los
teucros. Odiseo lo insulta y le zahiere por su baja condición moral y cobardía
que él identifica como condición de clase, sin intuir que los dioses le harán
pasar todo un purgatorio a su regreso a Ítaca, moralmente deformado y asiéndose
a la supervivencia como cualquiera, haciendo uso de la mentira constante y de
frases patéticas en los momentos donde la perdición ya era casi su destino.
Por ello, desde que La Odisea inicia, el
mismo Telémaco se encuentra en una situación patética, rodeado de vulgaridad y
sentimientos de asco ante la grosera promiscuidad que los pretendientes de
Penélope, su madre, han impuesto en la casa de su padre, presumiblemente muerto
en Troya. La insolencia de unos pretendientes casi en estado de celo permanente
se ríe de la aún frágil figura del hijo del héroe, algo que hasta los mismos
dioses escandaliza: “Digo yo que, a la mesa sentados, en tu propia casa, estos
hombres el límite pasan de toda insolencia; ante tanta vergüenza airaríase un
hombre sensato” (Atenea a Telémaco). Los pretendientes no entienden de razones
ni de ética alguna en un escenario donde la heroicidad desapareció y ante los
señalamientos coléricos del joven Telémaco responden con cinismo: “Nos afrentas
hablando. Pretendes manchar nuestros nombres. De tus males no culpes a los
pretendientes, inculpa solamente a tu madre, pues nadie en astucia la iguala…
esperanzas da a todos” (canto II). Esta dureza va haciendo madurar a Telémaco,
en una orfandad lastimera: “No alcancé todavía la edad de luchar. ¿Es que acaso
seré siempre un ser débil, un hombre carente de arrojo?” (Canto II), y por supuesto que ya tendrá
ocasión de demostrar lo contrario.
Por otra parte, Menelao mismo aparece
rebajado de su estatura en las exigencias de sus siete años de supervivencia
para regresar a Lacedemonia. ¡Ha debido engañar al Anciano del Mar
disfrazándose de foca! ¡Imagino las carcajadas que este pasaje debió causar
entre el vulgo griego presente en el canto de La Odisea! (Canto III) Y aquí
comienza otra pregunta más inquietante: ¿Por qué a Menelao solo le costó siete
años regresar a Lacedemonia y en cambio a Odiseo le llevó veinte años? ¿Quizá
porque el sacrilegio de Odiseo fue de mayores consecuencias? El caso es que
Menelao regresa a morir como vivió, en medio de un triángulo erótico perverso,
muy diferente al impulso vital de Odiseo a quien la vida, como un ardid, signa.
Y del ardid no se sustraen los personajes que va encontrando en su retorno a
Ítaca. Odiseo sufre la respuesta de los dioses y mortales que le van poniendo
pruebas cada vez más difíciles y en las cuales solo el recurso de la sagacidad
y el engaño sabrá sacarlo adelante. Este es el caso del intento manifiesto de
Nausica por hacer de Odiseo su marido soñado, poniendo en boca de otros lo que
ella desea: “¿Quién es el forastero tan alto y tan apuesto que sigue a Nausica?
¿De dónde lo obtuvo? ¿Será su marido?... ¿o es el dios que suspirando por ella
vino a sus ruegos, descendiendo del cielo, dispuesto a vivir a su lado?” (Canto
IV, Los Feacios). No está de más decir que Odiseo se ha escurrido de los
compromisos ofrecidos por diosas y humanas, de lecho en lecho, como un temprano
Casanova de la literatura. Las aventuras sexuales han sido su pasaporte para ir
avanzando en la historia, algo que debió poner picante entre los diversos
públicos que escuchaban los cantos.
Pero ¿quién cantaba realmente toda esta
historia? ¿Habrá sido toda una trama autorreferencial donde Homero creó a
Odiseo y a la vez creó al poeta de la cotidianeidad y no al sacro poeta
inspirado directamente por la diosa?
Al trasladar la narrativa de la diosa al aedo
comienza a la vez el canto autorreferencial, es lo que opino. La poesía deja de
ser sacra en La Odisea y ya no es propiedad de la diosa que dicta las palabras,
sino que son los actos del hombre los que empujan a las palabras. Aquí ya no es
el Canta, oh diosa, de La Iliada.
Demódoco, el aedo de la corte de los
feacios puede ser una encarnación de Odiseo y también Fenio, el aedo de los pretendientes en el palacio
de Ítaca. De cualquier forma, es Odiseo quien termina tomando la voz del aedo que apenas alcanza a saber sobre
las verdaderas dimensiones de la aventura humana. Así, en el Canto IX, al revelar
su nombre, Odiseo comienza directamente a tomar posesión se su verdad, incapaz
de contener su dolor por lo que escucha en boca de Demódoco, algo que Ancinoo,
el rey feacio, no pasa por alto: “Tu embelleces las cosas que cuentas y piensas
lo noble y con la habilidad de un aedo contaste el relato de los grandes
trabajos que tú y los argivos pasasteis” (Canto IX). Ese dolor inocultable es
la raíz de la nueva poesía, entonces, el desamparo, la orfandad, la
humillación, y es así como nace Nadie.
Como Nadie vencerá al cíclope
Polifemo, como Nadie ha llegado a
Feacia, como Nadie escuchará a las
sirenas (“Nadie, amigos, me mata
engañándome y no con la fuerza…” grita Polifemo a los demás cíclopes. Canto IX)
y como Nadie, por fin, se presentará
ante Eumeo, ya de vuelta en Ítaca. Ha tenido que mentirles a todos y a todas y
en el ínterin, ha alcanzado una dimensión humanísima que sus propios compañeros
advierten, al punto de codiciarle los presentes que Eolo le ha entregado,
incluso el saco donde se encierran “Las
rutas de todos los vientos” (¿el destino?) ¿No habrán sospechado que algo
se traía entre manos Odiseo al pedirles que todos taparan sus oídos con cera
excepto él? ¿Qué escucharía? Bien sabemos que a los antiguos griegos les
fascinaba el juego de los enigmas que entregaban los oráculos: “No te pares -le
dijo Circe- más tapa el oído a tus hombres con cera previamente ablandada, de
modo que nadie las oiga” (Canto XII).
El amotinamiento ya había comenzado cuando fue evidente que Odiseo sale
adelante en todas las pruebas a expensas de la muerte de toda la tripulación,
hombres comunes que no tienen nada que ofrecer a la posteridad más que un remo
sobre un túmulo fúnebre (Élpenor y su petición en el Hades, Canto X).
Las diosas están con Odiseo, sin duda
alguna, y la concupiscencia lo protege, algo que no agrada a los dioses
varones. Las diosas lo quieren para ellas y se exasperan, como amantes
irremediables, ante el evasivo y voluntarioso Odiseo. Dos veces es regañado
Odiseo, por Circe y por Atenea (“… sólo piensas en luchas y riesgos de guerra”
le espeta Circe cuando le explica cómo librarse de Escila y Caribdis, Canto
XII. “Ya perdiste, Odiseo, la fuerza y vigor con que antaño al luchar por la
noble de brazos nevados, Helena, demostraste a los teucros…”’ le azuza Atenea
cuando ve flaquear a Odiseo en su combate contra los pretendientes, Canto XXII)
Quizá sea esta concupiscencia la que ha retardado, de lecho en lecho, el
retorno de Odiseo y quizá todas las aventuras que ha narrado tienen su origen
en un sacrilegio supremo: la idea de construir el caballo de Troya. Su castigo
será mentir siempre, lo cual reduce su integridad a ante la paciente y prudente
Penélope… o su heroicidad. Quizá su única redención posible ha sido dignificar
en él mismo a los Nadies, comer el
banquete de los Nadies (el porquerizo
Eumeo ofreciéndole un sencillo plato en las mismas porquerizas, Canto XIV) y
escuchar la verdad en el genuino canto de los Nadies: “A los dioses dichosos no agradan las obras perversas,
premian lo que es más justo y los actos sensatos de los hombres, aún aquellos
que invaden ajeno país, enemigos y varones malvados, y Zeus el botín les
permite y, repletan las naves, embarcan y a casa regresan, también sienten
temor de que en ellos se venguen los dioses” (Canto XIV) ¡Eumeo, en su propia
cara y sin saberlo, le canta las verdades de su suprema inmoralidad a Odiseo!
“Temerario y artero, incansable en ardides -le dice Atenea cuando lo escucha
mentir- ¿No puedes siquiera en tu patria dar fin a tamañas mentiras ni a los
falsos relatos que siempre han sido tu gozo?” Probablemente, Homero, ha
decidido revelar a través de la boca de Atenea lo que ya se sospecha: la Odisea
de Odiseo jamás existió, lo que hemos leído es solo el invento de un aedo llamado Odiseo, incontinente en
fantasía, un aedo que hila y deshila
mentira tras mentira, como la trama que la misma Penélope hace y deshace en sus
noches de espera.
El gran burlador ha triunfado, aunque hayan pasado veinte
años y es irónico e hilarante a la vez, que solo un perro, Argos, lo haya
olfateado. Si hacemos caso a esta lógica, entonces debemos asumir que en verdad
Odiseo regresó anciano y que el combate con los pretendientes fue imposible,
así como Eumeo lo sentencia: “Y tú, anciano, que tanto sufriste, si un dios te
ha traído, no desees congraciarte halagándome con falsedades, pues ni amor ni
respeto de mí alcanzarás de este modo, sino por el temor a Zeus y la piedad que
me causas” (Canto XVII).
Fabricio Estrada
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