miércoles, 13 de junio de 2018

El olfato de Argos exige un monumento



Abordo por primera vez La Odisea, de Homero, desde el punto de vista de lo paródico y lo autorreferencial y me ha dado una nueva forma de entender el alma griega, la matriz de sus comedias o tragicomedias. No en vano Aristófanes llegó a darle frescura a un ámbito teatral dominado por la tragedia, la cual le dio al pensamiento creador una profundidad tal que necesitó, en un momento dado, de superficie, pero no de superficialidad. La profundidad de la épica y de la tragedia pudo ser hacia los abismos del cielo o de la tierra, pero faltaba lo que sucedía a ras de suelo, es decir, en la historia cotidiana de los hombres y mujeres testigos del combate de los dioses.

Es aquí donde me concentro para afirmar que Homero anticipó esa necesidad y, luego de crear la gran épica de La Ilíada, advirtió (o adelantó ya en la misma Ilíada) lo que los griegos necesitaban escuchar de sus aedos. ¿Dónde estamos nosotros en medio de este conflicto de eternidades? -se habrán peguntado los testigos de los cantos ¿Dónde regresan los héroes para curar sus heridas y ocultar sus fracasos? Homero nos da la respuesta encarnando en Odiseo todas estas preguntas, pero, sobre todo, haciendo de Odiseo un auténtico Nadie, el anónimo sublime que será puesto en sospecha, despreciado, expulsado, perseguido. Ya en una escena de La Ilíada, en medio de un combate, Odiseo comienza a bajar de estatura interpelando a uno de sus hoplitas rasos cuando éste le ruega que se retiren, que están perdidos ante la acometida de los teucros. Odiseo lo insulta y le zahiere por su baja condición moral y cobardía que él identifica como condición de clase, sin intuir que los dioses le harán pasar todo un purgatorio a su regreso a Ítaca, moralmente deformado y asiéndose a la supervivencia como cualquiera, haciendo uso de la mentira constante y de frases patéticas en los momentos donde la perdición ya era casi su destino.

Por ello, desde que La Odisea inicia, el mismo Telémaco se encuentra en una situación patética, rodeado de vulgaridad y sentimientos de asco ante la grosera promiscuidad que los pretendientes de Penélope, su madre, han impuesto en la casa de su padre, presumiblemente muerto en Troya. La insolencia de unos pretendientes casi en estado de celo permanente se ríe de la aún frágil figura del hijo del héroe, algo que hasta los mismos dioses escandaliza: “Digo yo que, a la mesa sentados, en tu propia casa, estos hombres el límite pasan de toda insolencia; ante tanta vergüenza airaríase un hombre sensato” (Atenea a Telémaco). Los pretendientes no entienden de razones ni de ética alguna en un escenario donde la heroicidad desapareció y ante los señalamientos coléricos del joven Telémaco responden con cinismo: “Nos afrentas hablando. Pretendes manchar nuestros nombres. De tus males no culpes a los pretendientes, inculpa solamente a tu madre, pues nadie en astucia la iguala… esperanzas da a todos” (canto II). Esta dureza va haciendo madurar a Telémaco, en una orfandad lastimera: “No alcancé todavía la edad de luchar. ¿Es que acaso seré siempre un ser débil, un hombre carente de arrojo?”  (Canto II), y por supuesto que ya tendrá ocasión de demostrar lo contrario.

Por otra parte, Menelao mismo aparece rebajado de su estatura en las exigencias de sus siete años de supervivencia para regresar a Lacedemonia. ¡Ha debido engañar al Anciano del Mar disfrazándose de foca! ¡Imagino las carcajadas que este pasaje debió causar entre el vulgo griego presente en el canto de La Odisea! (Canto III) Y aquí comienza otra pregunta más inquietante: ¿Por qué a Menelao solo le costó siete años regresar a Lacedemonia y en cambio a Odiseo le llevó veinte años? ¿Quizá porque el sacrilegio de Odiseo fue de mayores consecuencias? El caso es que Menelao regresa a morir como vivió, en medio de un triángulo erótico perverso, muy diferente al impulso vital de Odiseo a quien la vida, como un ardid, signa. Y del ardid no se sustraen los personajes que va encontrando en su retorno a Ítaca. Odiseo sufre la respuesta de los dioses y mortales que le van poniendo pruebas cada vez más difíciles y en las cuales solo el recurso de la sagacidad y el engaño sabrá sacarlo adelante. Este es el caso del intento manifiesto de Nausica por hacer de Odiseo su marido soñado, poniendo en boca de otros lo que ella desea: “¿Quién es el forastero tan alto y tan apuesto que sigue a Nausica? ¿De dónde lo obtuvo? ¿Será su marido?... ¿o es el dios que suspirando por ella vino a sus ruegos, descendiendo del cielo, dispuesto a vivir a su lado?” (Canto IV, Los Feacios). No está de más decir que Odiseo se ha escurrido de los compromisos ofrecidos por diosas y humanas, de lecho en lecho, como un temprano Casanova de la literatura. Las aventuras sexuales han sido su pasaporte para ir avanzando en la historia, algo que debió poner picante entre los diversos públicos que escuchaban los cantos.

Pero ¿quién cantaba realmente toda esta historia? ¿Habrá sido toda una trama autorreferencial donde Homero creó a Odiseo y a la vez creó al poeta de la cotidianeidad y no al sacro poeta inspirado directamente por la diosa? Al trasladar la narrativa de la diosa al aedo comienza a la vez el canto autorreferencial, es lo que opino. La poesía deja de ser sacra en La Odisea y ya no es propiedad de la diosa que dicta las palabras, sino que son los actos del hombre los que empujan a las palabras. Aquí ya no es el Canta, oh diosa, de La Iliada. Demódoco, el aedo de la corte de los feacios puede ser una encarnación de Odiseo y también Fenio, el aedo de los pretendientes en el palacio de Ítaca. De cualquier forma, es Odiseo quien termina tomando la voz del aedo que apenas alcanza a saber sobre las verdaderas dimensiones de la aventura humana. Así, en el Canto IX, al revelar su nombre, Odiseo comienza directamente a tomar posesión se su verdad, incapaz de contener su dolor por lo que escucha en boca de Demódoco, algo que Ancinoo, el rey feacio, no pasa por alto: “Tu embelleces las cosas que cuentas y piensas lo noble y con la habilidad de un aedo contaste el relato de los grandes trabajos que tú y los argivos pasasteis” (Canto IX). Ese dolor inocultable es la raíz de la nueva poesía, entonces, el desamparo, la orfandad, la humillación, y es así como nace Nadie. Como Nadie vencerá al cíclope Polifemo, como Nadie ha llegado a Feacia, como Nadie escuchará a las sirenas (“Nadie, amigos, me mata engañándome y no con la fuerza…” grita Polifemo a los demás cíclopes. Canto IX) y como Nadie, por fin, se presentará ante Eumeo, ya de vuelta en Ítaca. Ha tenido que mentirles a todos y a todas y en el ínterin, ha alcanzado una dimensión humanísima que sus propios compañeros advierten, al punto de codiciarle los presentes que Eolo le ha entregado, incluso el saco donde se encierran “Las rutas de todos los vientos” (¿el destino?) ¿No habrán sospechado que algo se traía entre manos Odiseo al pedirles que todos taparan sus oídos con cera excepto él? ¿Qué escucharía? Bien sabemos que a los antiguos griegos les fascinaba el juego de los enigmas que entregaban los oráculos: “No te pares -le dijo Circe- más tapa el oído a tus hombres con cera previamente ablandada, de modo que nadie las oiga” (Canto XII). El amotinamiento ya había comenzado cuando fue evidente que Odiseo sale adelante en todas las pruebas a expensas de la muerte de toda la tripulación, hombres comunes que no tienen nada que ofrecer a la posteridad más que un remo sobre un túmulo fúnebre (Élpenor y su petición en el Hades, Canto X).

Las diosas están con Odiseo, sin duda alguna, y la concupiscencia lo protege, algo que no agrada a los dioses varones. Las diosas lo quieren para ellas y se exasperan, como amantes irremediables, ante el evasivo y voluntarioso Odiseo. Dos veces es regañado Odiseo, por Circe y por Atenea (“… sólo piensas en luchas y riesgos de guerra” le espeta Circe cuando le explica cómo librarse de Escila y Caribdis, Canto XII. “Ya perdiste, Odiseo, la fuerza y vigor con que antaño al luchar por la noble de brazos nevados, Helena, demostraste a los teucros…”’ le azuza Atenea cuando ve flaquear a Odiseo en su combate contra los pretendientes, Canto XXII) Quizá sea esta concupiscencia la que ha retardado, de lecho en lecho, el retorno de Odiseo y quizá todas las aventuras que ha narrado tienen su origen en un sacrilegio supremo: la idea de construir el caballo de Troya. Su castigo será mentir siempre, lo cual reduce su integridad a ante la paciente y prudente Penélope… o su heroicidad. Quizá su única redención posible ha sido dignificar en él mismo a los Nadies, comer el banquete de los Nadies (el porquerizo Eumeo ofreciéndole un sencillo plato en las mismas porquerizas, Canto XIV) y escuchar la verdad en el genuino canto de los Nadies: “A los dioses dichosos no agradan las obras perversas, premian lo que es más justo y los actos sensatos de los hombres, aún aquellos que invaden ajeno país, enemigos y varones malvados, y Zeus el botín les permite y, repletan las naves, embarcan y a casa regresan, también sienten temor de que en ellos se venguen los dioses” (Canto XIV) ¡Eumeo, en su propia cara y sin saberlo, le canta las verdades de su suprema inmoralidad a Odiseo! “Temerario y artero, incansable en ardides -le dice Atenea cuando lo escucha mentir- ¿No puedes siquiera en tu patria dar fin a tamañas mentiras ni a los falsos relatos que siempre han sido tu gozo?” Probablemente, Homero, ha decidido revelar a través de la boca de Atenea lo que ya se sospecha: la Odisea de Odiseo jamás existió, lo que hemos leído es solo el invento de un aedo llamado Odiseo, incontinente en fantasía, un aedo que hila y deshila mentira tras mentira, como la trama que la misma Penélope hace y deshace en sus noches de espera. 

El gran burlador ha triunfado, aunque hayan pasado veinte años y es irónico e hilarante a la vez, que solo un perro, Argos, lo haya olfateado. Si hacemos caso a esta lógica, entonces debemos asumir que en verdad Odiseo regresó anciano y que el combate con los pretendientes fue imposible, así como Eumeo lo sentencia: “Y tú, anciano, que tanto sufriste, si un dios te ha traído, no desees congraciarte halagándome con falsedades, pues ni amor ni respeto de mí alcanzarás de este modo, sino por el temor a Zeus y la piedad que me causas” (Canto XVII).



Fabricio Estrada

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