jueves, 22 de junio de 2017

Palabra y permanencia según Grimal



En uno de sus ensayos sobre la poesía, el escritor inglés Pierce B. Shelley insinúa: "Los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo". Y digo insinúa porque deja la definición en el aire pero a la vez, logra sostenerla en el tiempo interior del lector con una fuerza tal que impide olvidarla. Viene entonces la búsqueda del por qué de esa afirmación y, en mi caso, le he dado crédito por largos años a aquello de que al principio todo poema fue oración o himno, como así lo dicen los Upanishads, una expresión del religio.
Leyendo a Pierre Grimal en su libro "La civilización romana", me encontré de pronto con una presunción fascinante acerca del cómo se conformó y consolidó el latín, el cómo la mentalidad práctica y la urgencia de crear permanencia en la palabra de ley llevó a la síntesis que le permitía a un concepto sugerir muchos conceptos, algo que la poesía -en sus representantes más altos- logra y es seña de su genio. La lectura holística me ha permitido este pequeño goce y quiero compartirlo:

"Sabemos también que la lengua escrita, la de los autores que llamamos clásicos, no era igual a la que los romanos hablaban comúnmente: las reglas y la estética misma del latín literario son resultado de una elección consciente, de un trabajo voluntario que ha rechazado las mil facilidades ofrecidas por la lengua hablada, que ésta ha conservado y que aparecen de nuevo en los textos tardíos, cuando las disciplinas se relajan.

Una de las primeras tareas de los escritores latinos consistió en llegar a una perfecta claridad y a una perfecta precisión del enunciado, no dejando lugar a duda alguna. es digno de mención que los más antiguos textos conservados sean fórmulas jurídicas, sin duda porque la ley es el primer dominio en el cual se ha sentido la necesidad de asegurar una permanencia de la palabra y de la frase. Pero es cierto también -lo muestra la historia de la redacción de Las Doce Tablas- que el primer trabajo se había dirigido al enunciado oral, habiendo sido aprendida de memoria la fórmula antes de ser grabada sobre la madera o el bronce.

Ahora bien, el enunciado oral que pretende ser conservado debe obedecer a ciertas leyes, descubrir el ritmo de la lengua, someterse a repeticiones de palabras o incluso simplemente de sonoridades.

Por muy lejos que nos remontemos en la historia de la lengua latina, encontramos siempre esta preocupación por la fórmula del encantamiento -que no es necesariamente mágica- en la que el pensamiento se construye de acuerdo con un ritmo monótono y se apoya a la vez sobre la aliteración y sobre la asonancia, incluso sobre la rima. La primera prosa latina, en sus humildes comienzos, está muy cerca de la poesía espontánea, lo que los romanos llamaron el carmen, y que es a veces "danza" del lenguaje y a veces gesto ritual de ofrenda, repetición mágica, lazo sonoro que abarca lo real.

Situada entre estas dos necesidades -precisión total de no dejar escapar nada de esa realidad que se quiere aprehender, y de ritmo-, la prosa no tarda en disciplinarse, en recalcar reiteradamente las articulaciones de la frase, en un principio simples clavijas que sirven de sutura a la misma; después signos de clasificación que afectan a los diferentes momentos de la exposición; al final verdaderos instrumentos de subordinación que permiten construir frases complejas y jerarquizadas.

Al mismo tiempo el vocabulario se enriquece; a fin de poder precisar las nociones se crean nuevas palabras que la frase yuxtapone en un abanico de matices. La riqueza de vocabulario que Cicerón utilizará tan ampliamente, no es en la lengua latina una floración gratuita, sino el resultado de un trabajo de análisis que tiene la ambición de no dejar nada en la sombra, y, por temor a las definiciones abstractas y a las fórmulas generales, enumera tanto como sea posible todos los aspectos de un objeto, de un acto, de una situación".

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