martes, 27 de noviembre de 2012

Palabras para La bicicleta del Panadero, de Juan Carlos Mestre


La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre
Por Jordi Doce

El pasado viernes 16 de noviembre se presentó en el Ateneo de Madrid La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), el más reciente libro de Juan Carlos Mestre: un acto multitudinario, lleno de emoción y de intensidad, que se cerró con la interpretación de algunos viejos poemas de Mestre en la voz y la guitarra de Amancio Prada.

A mí me tocaba decir unas palabras preliminares sobre el libro, y opté por leer un resumen improvisado de los cuatro folios que había escrito para la ocasión. Algunos amigos me han escrito para pedirme copia del texto, así que he decidido compartirlo en esta bitácora como un recuerdo de aquella noche y un homenaje, desde la cercanía y la complicidad, al autor de La tumba de Keats.

Este libro prodigioso de Juan Carlos Mestre (Villafranca del Bierzo, 1957) se abre con dos sencillas palabras: «le dije». Dos palabras que son a la vez el gong inicial y el estribillo de un poema en prosa, el muy justamente titulado «Poema uno», en el que dos voces (o la cara y la cruz de una sola) dialogan intercambiando perplejidades y juicios, órdenes y quejas: le dije, me dijo, me dijo él, me respondió, eso es verdad respondí…
La acotación remite no sólo a una puesta en escena, la de los operarios –quizá los cómicos mismos– que preparan la sala antes o después de la función, sino también a una música: la música de la oralidad, de la palabra que pesa y pasa por la boca, del fluir hipnótico de las imágenes con que la conciencia trata de hacer justicia a la vida, de hacerla vivir. Esa voz –esa música– es la que sostieneLa bicicleta del panadero de un lado a otro de los 298 poemas que componen el conjunto: una voz omnívora y exaltada a la vez que burlona, irónica, adepta al disfraz y el despiste, poseída por el demonio de una risa en la que se advierte, al fondo, la sombra magnética del absurdo. Una voz, en fin, que colinda con el charco negro de la pena pero también, de otro lado, con el ritmo febril, incitante, de las analogías y su juego de espejos encendidos.

Habla una voz, en efecto, pero quién la dice y desde dónde es algo que no está claro, que cambia o muta en cada página. La voz es la misma pero los personajes, las bocas y lenguas que hablan, los protagonistas, se transforman sin descanso hasta dibujar una constelación que abarca, en realidad, el mundo entero. «El poeta es un buzo en traje de luces», se lee en «Otra oportunidad», cuyo arranque es todo un lema o carta de creencia:

Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua caliente se levanta el árbitro de las abejas en la plantación inagotable de los nuevos errores.
Poesía pudo ser un cerebro que bailoteaba fox-trox en el túnel de los átomos pesimistas y poesía la liebre del rey escaqueándose por la ventanilla invernal de las secretarias eclécticas.
Amó al pájaro que florece y al cerrajero incunable hervido por los profetas.

Es como si Mestre quisiera borrar una y otra vez sus propias huellas, el surco de esa bicicleta que culebrea por los caminos de tierra de la página, pero en vez de emplear una goma de silencio cubre su rastro con una profusión de palabras y de imágenes que se llaman unas a otras como los zarcillos de una enredadera. Este jugar suyo al despiste –y es un juego, aunque surja del horror vacui–, esta afición compulsiva al quiebro y la metamorfosis deja un hueco que al instante se llena de figuras, de formas que se convocan y transforman mutuamente:

No hay, hermano, ninguna versión definitiva sobre la noche, solo peces, camarones, lluvias y relámpagos que caen desde la iluminación sobre la rareza del mundo.

El libro entero está dictado por este afán de totalidad, de no dejar un solo palmo de lo real por escrutar o interpelar: no soy yo, nos dice, yo soy este y aquel, yo soy todos, la voz es la misma pero sólo es posible, sólo es decible y audible si la decimos entre todos. ¿Quiénes somos todos? Me parece que en este libro Mestre ha concebido su propio Juicio Final, una especie de segundo advenimiento al que la comunidad entera de vivos y muertos ha sido invitada para mirarse y descubrirse –revelarse– a la clara luz desde la imaginación. Si Antífona del otoño en el valle del Bierzo convocaba a las figuras del presente y los espectros del pasado para construir el mito de un lugar, aquí es todo el tiempo, todo el espacio, lo que es llamado a juicio antes de esfumarse casi en el último suspiro. El término «juicio» es inexacto y hasta injusto porque aquí no hay condena, no puede haberla. ¿Quién podría arrogarse ese derecho? La misma idea de condena es ajena o extraña al espíritu que anima el libro. Pero sí hay sentencias, resoluciones ocasionales en forma de invectiva o apunte burlón, ironías y desdenes compensatorios que reivindican, como bien dice el poeta Eduardo Moga, «a las víctimas frente a los victimarios, a los humildes frente a los engreídos, a los callados frente a los que mienten». Porque este juicio final que propone Mestre no viene sino dictado por la necesidad utópica, la urgencia de reparar los agravios de la historia y redimir a los desfavorecidos, los arrumbados, los que están al otro lado de la vara de medir y golpear del poder. Lo ha consignado hace muy poco Santiago Auserón con palabras que evocan, a mi oído, los ritmos y tonalidades de esta poesía:

Echamos de menos la verdad callada [de la utopía], la necesidad de donde mana el deseo de otro horizonte. La verdad de toda vieja utopía reside en eso que Deleuze y Guattari llamaban «le peuple à venir»: una comunidad que sólo admite desterrados, nómadas del vasto desierto interior, guerreros que huyen del bando de la avaricia, ciudadanos de un planeta devastado cuyas ruinas esconden un pozo de agua mítica, cuya frescura imaginaria es comparable tan sólo con el sinsabor de su perpetua dilación. (El ritmo perdido)

Sabemos ya que todo juicio final es, en realidad, la oportunidad de un nuevo comienzo, la tabla rasa que permite remprender la marcha en plenitud, sin viejos lastres ni adherencias: un envite hacia el futuro que abreva y repone fuerzas en un pasado mítico, quizá inexistente salvo en el espacio de una imaginación sin la cual no podríamos comprender nuestra propia vida. Sabemos también que en la idea de utopía alienta siempre una pulsión apocalíptica, el deseo de romper con todo, de romperlo todo para ver qué subsiste, qué sigue siendo válido. Pero en la utopía de este hijo de panadero no hay lugar para la explosión destructiva: el fuego purificador es más bien, aquí, un fuego de artificio que alumbra y hace brillar todo aquello que nombra, que lo exalta y lo celebra dándole nueva vida. La risa liberadora y hasta carnavalesca de Mestre sólo tiene un destinatario: la arrogancia del poderoso, la seriedad impostada del pedante, el podio no menos impostado de la autoridad y sus secuaces… Cumple con creces aquella irreverencia, aquel espíritu libertario y heterodoxo que Valente invocaba con sorna en «Bajemos a cantar lo no cantable», uno de sus mejores poemas tempranos:

propongamos (…)

un trompo al justiciero general de a caballo,

una falsa nariz al inocente,

pan al avaro,
risa al cejijunto,
al astado burócrata una enjuta ventana
con vistas al crepúsculo,
al rígido bisagras,
llanto al frívolo,
gladiolos al menguado,
tenues velos al firme,
un ángel mutilado al siempre obsceno,
falos de purpurina a las dulces señoras…

«Risa al cejijunto...» Nadie como Mestre, desde una posición estética tan poco deudora de Valente, ha cumplido entre nosotros este programa casi dadaísta. Nadie tampoco ha encarnado mejor en su poesía esa definición de la alegría que dio el poeta gallego: «infatigable loro azul del aire». Esa risa disuelve también –era inevitable– ese género de pedantería que puede ser la crítica o la teoría literaria, en especial cuando se arroga condición de árbitro o de fin que ignora los medios. Mestre neutraliza una y otra vez a los críticos por el nada sencillo método de prever o adelantarse a sus objeciones y fecundar con ellas la escritura, el poema mismo:

Ustedes tienen aparato teórico me dijo un día un poeta quechua. Qué va, le respondí yo, apenas una gruesa capa de tocino con que mantenernos a flote cuando las aguas se ponen frías y los razonamientos nos llegan al cuello.

Conviene leer este libro de principio a fin. Leerlo en su despliegue, en sus desvíos y ramificaciones. Conmueve, bajo esa lectura, el sentimiento de duelo con que nace. Un duelo que va matizándose y modulándose conforme avanza hasta convertirse en una melodía de contrabajo capaz de sostener las acrobacias más sorprendentes. El duelo tiene causa biográfica –la pérdida del padre, cuya figura está detrás de las vetas más elegíacas y hasta sentimentales del libro: «la reina la Luna envejecida por la noche del padre»– y también una fuerte dimensión colectiva: surge de contemplar el paisaje en ruinas de una sociedad atravesada por la codicia y el olvido de su pasado, una sociedad que no acaba de articularse como proyecto colectivo y que deja sin atender los reclamos cada vez más perentorios de la imaginación. El paisaje de estos poemas iniciales es sombrío, crepuscular: una «Tierra de los significados» barrida por la tos del viento y poblada por cangrejos ermitaños que no saben mirar al frente sin caminar hacia atrás:


Poco antes de borrarse del todo el Sol echa un vistazo a las cabras y a los cangrejo.
Luego no queda ni un alma, las madres toman la fiebre con la mano y los suicidas vuelven otra vez a la cama 
En el piso de arriba los ratones hacen un ruido de novias en sandalias
No brilla tanto la timidez de las estrellas, debe de ser el cigarrillo de los filósofos sobre  el océano
Es lo posible, la ceniza de las palabras que caen desde un extraño mundo como copos de nieve

Algo así parece declarar, con la fuerza misteriosa y secreta de un anagrama, la frase que dibujan al tocarse los dos extremos del libro. Si «Poema uno», como vimos, se abre con la expresión «le dije», el poema final, «Últimas palabras», concluye con un sintagma de rara sugerencia: «la muerte y sus nombres». El poema no se llama «Últimas palabras» por casualidad: su designio es mostrarnos sin velos ni embozos el desvanecimiento de ese mismo mundo que ha sido convocado a juicio poético: «La ley desaparece el mundo desaparece las chozas se desploman los diamantes se licuan (…) las prisiones desaparecen los cubos de los hospitales la muerte y sus nombres». Aquí, de nuevo, lo personal y lo colectivo se entrelazan y se dejan leer a la vez. La muerte del padre y la muerte del mundo es una; la pérdida es desaparición física y también silencio, estación término para el poeta de las imágenes locuaces y los «versículos como venas henchidas».

Sin embargo, a lo largo de los casi trescientos poemas que componen el libro el humor y la belleza saben ganar la partida y proponer figuraciones verbales que nos deslumbran por su potencia visionaria, su red ilimitada de vínculos y correspondencias, la voracidad de sus anáforas y enumeraciones, el tam-tam celebratorio de sus letanías... Figuraciones en las que hallamos, transmutada, la huella declarada de todos sus mentores, de Whitman a Rosamel del Valle, de Dylan Thomas a Antonio Gamoneda, de Jaime Sáenz a Violeta y Nicanor Parra... «Asumir nosotros el misterio de las cosas», dice con perspicacia el rey Lear refiriéndose a él y a su hija Cordelia, la callada, la que guarda silencio incluso bajo coacción. No otra cosa es lo que ha hecho Juan Carlos Mestre en todos sus libros, del primero al último: asumir el misterio de las cosas en su infinita variedad, en su riqueza imperfecta y consoladora. «Lo igual es esa niña que contesta no, lo igual es la mano que cierra la puerta», leemos en «Argonautas». Mestre no es un poeta igual, entre muchas otras razones, porque sigue siendo el muchacho que responde sí, la mano que abre la puerta.

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