Una previa contra Ezra.
Cuando
Pound dijo que la poesía
era
cosa de capitales
presto
e ingenuo
revisé
mis bolsillos.
Nunca
esperé sacar de ellos
una
plaza con su basílica
ni
herir mis manos
con
la aguja de una torre metálica.
Mi
capital
estaba
constituido
por
puentes rotos y ríos falsos.
Pensé
a
cuánto ascendería mi deuda con la poesía
el
día en que, desprovisto de la más elemental riqueza
se
me exigiera el símil más exiguo
y
a cambio yo prometiera
las
costas de una isla desolada.
Ezra
bien pudo
señalar
la puerta que abría al mundo la palabra
o
reconocer las ciudades donde ésta brillara mejor,
pero
bien sabemos que el verso
es
una moneda al aire
y
que en algún momento de su giro
-en
un ángulo fugaz que esconde todos los espejos-
el
sol hace de ella otro sol.
Me
quedaba entonces la idea que
la
única moneda oculta en mi mano
bien
podría ser la isla
que
más necesitaba
y
que la poesía podía irse al demonio
con
todo y sus cuitas de amor parisino
y
los castrados bonachones de Picadelly Square.
Ezra
Pound, por esta vez, no tendría razón.
Era
preferible que callara,
viniera
conmigo a la playa
y
diera paso a su Cantos.
F.E.
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