domingo, 6 de junio de 2021

El Pescador de Sirenas o la reconstrucción de un ángel despedazado

 

Toda ciudad espera a su ángel o a su poeta. Ahí están para demostrarlo los cientos de ángeles hechos estatua en multitud de ciudades alrededor del mundo: desde Berlín a Ciudad de México, o desde Tegucigalpa a Rilke, porque Rilke es todas las ciudades que se precien de tener su ángel. Los poetas están ligados a cierto fulgor angelical romántico -y terrible a la vez- quizá porque reflejan la ciudad que habitan y que, sin dudarlo, están dispuestos a derrumbar hasta sus cimientos o a proteger, espada en mano, para que nadie de los expulsados por su claridad se atreva a regresar al paraíso perdido.



Hay ciudades que esperan por siglos por su ángel-poeta, a aquel que pueda describir la idea de belleza sublime a la que el alma colectiva aspira para salir, al menos en lo que dure un poema, de la desolación. Lo observado por Richard Harding Davis, viajero estadounidense que visitó Tegucigalpa en 1896, nos acerca a esa espera con una observación que en principio pareciera llena de una ingenuidad desproporcionada, pero que a la luz de la poesía se comprende en todo su esplendor: “Frecuentemente admiramos los adornos dentro de las casas, siendo la mayoría de éstas de adobe, en las paredes repelladas encontramos pegados periódicos, litografías, comerciales de 20 o 30 años atrás. En una de estas casas encontramos una bien grande de una mujer, que por casualidad todos nosotros conocíamos, que anunciaba una máquina de coser. Tan alegres nos sentimos de encontrar una cara familiar, que los tres nos descubrimos y nos inclinamos muy cortésmente ante ella; pero la señora de la casa que nos observaba, equivocando nuestra reverencia, la colocó en el altar de los santos creyendo que era un ángel”. La señora esperaba un reconocimiento foráneo de una belleza que ella ya relacionaba con algo más allá de su entorno, así como Juan Ramón Molina debió esperar para su poesía en su viaje a Río de Janeiro.

Éste es el suspenso que advierto a lo largo de la novela El Pescador de Sirenas, de Óscar Estrada, vida novelada como los recortes de periódicos en las paredes de las casas que describe Richard Harving Davis, con la salvedad de que, en la novela, la ciudadanía y el poder ya sabían que tenían su ángel, pero necesitaban confirmarlo una y otra vez, probando con golpes económicos, encierros y destierros al hombre que asumía sin escrúpulos su posición de poeta total de Honduras. Así, Óscar Estrada va hilando la imagen de una vida que ha sido repetida como leyenda del modernismo hondureño, y sin embargo, nos la narra desde el anverso de la tela, donde las puntadas son dolorosas y descarnadas. El Juan Ramón Molina de El Pescador de Sirenas sabe que todo lo que toca la Tegucigalpa de entonces se convierte de inmediato en acto patético, así que lucha, al menos, para salvar su honor de caer en lo cursi. La tropa de personajes que él mismo crea de sus amigos de parranda en el bajo mundo de Comayagüela, es en realidad el espejo alevoso de los círculos de poder al que él ha tenido acceso gracias a su ángel, un poder de escenarios teatrales baratos donde un cancel de madera divide la sala del Congreso Nacional de las oficinas del presidente.

La novela que nos ha escrito Óscar con afortunada técnica periodística -no pudo elegir mejor formato para cubrir, con mirada de paparazzo decimonónico- el declive existencial de una voz portentosa que fue apagándose en la misma medida que sus letras se elevaban sobre la sórdida sociedad que lo acogiera. La transfiguración de mortal a leyenda ya se había dado en Molina mucho antes que Óscar Estrada escribiera esta novela vital para la literatura hondureña y centroamericana, pero solo El Pescador de Sirenas nos conjunta de manera coherente aquello que fue -durante mucho tiempo y con hálito de nota roja- un ángel despedazado en medio de una cantina perdida en El Salvador.

Fabricio Estrada

Vega Baja, Puerto Rico, junio del 2021

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