Toda ciudad espera a su ángel o a su poeta. Ahí están
para demostrarlo los cientos de ángeles hechos estatua en multitud de ciudades
alrededor del mundo: desde Berlín a Ciudad de México, o desde Tegucigalpa a
Rilke, porque Rilke es todas las ciudades que se precien de tener su ángel. Los
poetas están ligados a cierto fulgor angelical romántico -y terrible a la vez-
quizá porque reflejan la ciudad que habitan y que, sin dudarlo, están
dispuestos a derrumbar hasta sus cimientos o a proteger, espada en mano, para
que nadie de los expulsados por su claridad se atreva a regresar al paraíso
perdido.
Hay ciudades que esperan por siglos por su ángel-poeta,
a aquel que pueda describir la idea de belleza sublime a la que el alma
colectiva aspira para salir, al menos en lo que dure un poema, de la desolación.
Lo observado por Richard Harding Davis, viajero estadounidense que visitó
Tegucigalpa en 1896, nos acerca a esa espera con una observación que en
principio pareciera llena de una ingenuidad desproporcionada, pero que a la luz
de la poesía se comprende en todo su esplendor: “Frecuentemente admiramos los
adornos dentro de las casas, siendo la mayoría de éstas de adobe, en las
paredes repelladas encontramos pegados periódicos, litografías, comerciales de
20 o 30 años atrás. En una de estas casas encontramos una bien grande de una
mujer, que por casualidad todos nosotros conocíamos, que anunciaba una máquina
de coser. Tan alegres nos sentimos de encontrar una cara familiar, que los tres
nos descubrimos y nos inclinamos muy cortésmente ante ella; pero la señora de
la casa que nos observaba, equivocando nuestra reverencia, la colocó en el
altar de los santos creyendo que era un ángel”. La señora esperaba un
reconocimiento foráneo de una belleza que ella ya relacionaba con algo más allá
de su entorno, así como Juan Ramón Molina debió esperar para su poesía en su
viaje a Río de Janeiro.
Éste es el suspenso que advierto a lo largo de la
novela El Pescador de Sirenas, de Óscar Estrada, vida novelada como los
recortes de periódicos en las paredes de las casas que describe Richard Harving
Davis, con la salvedad de que, en la novela, la ciudadanía y el poder ya sabían
que tenían su ángel, pero necesitaban confirmarlo una y otra vez, probando con
golpes económicos, encierros y destierros al hombre que asumía sin escrúpulos
su posición de poeta total de Honduras. Así, Óscar Estrada va hilando la imagen
de una vida que ha sido repetida como leyenda del modernismo hondureño, y sin
embargo, nos la narra desde el anverso de la tela, donde las puntadas son
dolorosas y descarnadas. El Juan Ramón Molina de El Pescador de Sirenas
sabe que todo lo que toca la Tegucigalpa de entonces se convierte de inmediato
en acto patético, así que lucha, al menos, para salvar su honor de caer en lo
cursi. La tropa de personajes que él mismo crea de sus amigos de parranda en el
bajo mundo de Comayagüela, es en realidad el espejo alevoso de los círculos de
poder al que él ha tenido acceso gracias a su ángel, un poder de
escenarios teatrales baratos donde un cancel de madera divide la sala del
Congreso Nacional de las oficinas del presidente.
La novela que nos ha escrito Óscar con afortunada
técnica periodística -no pudo elegir mejor formato para cubrir, con
mirada de paparazzo decimonónico- el declive existencial de una voz portentosa
que fue apagándose en la misma medida que sus letras se elevaban sobre la
sórdida sociedad que lo acogiera. La transfiguración de mortal a leyenda ya se
había dado en Molina mucho antes que Óscar Estrada escribiera esta novela vital
para la literatura hondureña y centroamericana, pero solo El Pescador de
Sirenas nos conjunta de manera coherente aquello que fue -durante mucho tiempo
y con hálito de nota roja- un ángel despedazado en medio de una cantina perdida
en El Salvador.
Fabricio Estrada
Vega Baja, Puerto Rico, junio del 2021
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