sábado, 26 de diciembre de 2015

Pleités o el inicio del sueño



Todos, todas se estaban mudando al sueño. La realidad ya no era suficiente, se había agotado el sueño anterior. Un sueño puede servir para varios meses, pero no más, había que llenarse de nuevo, el pueblo ya estaba agotado: la silla era silla y la risa simple risa. El sueño se había secado y cada cosa se contraía como el ojo de un pez muerto. Las calles eran más polvorientas y el cerro miraba a la distancia, hacia otro lado, ya no miraba el sencillo ir y venir de los días. Sí, se necesitaba más cosas para vivir y esas cosas ya no estaban en la realidad.

Era entonces que llegaba el Cine Pleités a Sabanagrande y el parlante anunciando la función de estreno sacaba a los niños y niñas de la duermevela y algo comenzaba a cambiar esa semana.
¡Una semana entera! ¡Una semana entera podrá ver al sensacional Santo luchando contra las momias de Guanajuato! ¡Venga a Cine Pleités y traiga su silla a las seis en punto de la tarde, hoy sábado!
Pleités -el apellido sonaba a alguien relacionado con el mundo de las estrellas-, era un señor risueño que cargaba su proyector de cine a través de los municipios del sur de Francisco Morazán. Lo venía haciendo desde principios de los sesentas pero mis amigos y yo, de unos ocho años, alcanzamos a verlo ya en su etapa final a mediados de los ochentas. Su llegada no había perdido la magia. Sólo contábamos con dos canales de televisión y no siempre había permiso para ver tele por más de una hora. Nos atragantábamos con las pocas películas o pichinguitos que alcanzábamos a ver y eso nos duraba por muchos meses: El Curro Giménez, El Tesoro del Saber, Sport Billy y las caricaturas de la Warner Bross. Pero era Pleités quien traía la mística, porque en algo ayudaba que la función comenzara a las seis de la tarde, justo cuando el sol se apagaba y así, el mundo entero, la realidad entera era una enorme sala de cine que apagaba sus luces y daba pasa al delicioso sonido del carrete que comenzaba a correr. Era como escuchar la primera lluvia, como agarrar un viejo peine y llevárselo al oído recorriendo sus dientes con una cuchara.

La sala de cine era un corredor de la vieja casona de la Licenciada. Ella se lo alquilaba a Pleités. Una casona del siglo 19, alta y desvencijada, con baldosas de barro y un solar antiguo que daba miedo. Olía a excrementos de gato pero ya en el corredor, apretujados, eso pasaba a ser complemento que ahora se vuelve indispensable en la memoria. Las profesoras Lila, Engracia, Luz, Adalúz, Cholina y Maruca –mi abuela- ya ocupaban su primera fila junto a Pacita, doña Matilde, mi tías Lauren y Olga, Trinita, Tanchito –mi tía cantora- y mi chicharachera tía Pocha Caballero. Pero la función alcanzaba su máxima solemnidad cuando Monseñor Evelio Domínguez llegaba con su sacristán de turno cargándole la sacra silla. Era un momento de silencio y extraño regocijo espiritual con aires muy familiares. Dejábamos de pellizcarnos y de alborotar y mirábamos cómo su eminencia, entre las sombras, ocupaba el mejor ángulo. Y así comenzaba el sueño, entre mordiscos a los crujientes pastelitos de perro de Betsabé, entre palomitas –pop corn- semi quemadas y el rasgado sonido de los anticuados parlantes. 

Yo no sabía aún de Cinema Paradiso pero juro que hasta el loco del pueblo estaba ahí, callado y con una sonrisa de arrobo porque había entrado, a último minuto, Rosita Galindo con la suprema belleza del pueblo en aquel entonces: Milagrito. Milagrito con sus vestidos primorosos y su belleza de los años cuarenta. Los niños imaginábamos que era Milagrito quien se enamoraba del poderoso Santo –que terminaría transmutándose en uno mismo en el posterior juego- y que era ella a quién debíamos ir a ver con sonrojo a la hora de ir por zapatos a la tienda donde ella ayudaba a doña Rosita, la aristócrata anciana que, al percatarse de nuestro alelamiento, nos daba un par de reprimendas secas y nos despachaba con los zapatos nuevos envueltos en papel periódico.

Por un par de horas, todos reíamos y quedábamos temblando cuando las momias salían de sus catacumbas, pero los gritos de alegría eran más cuando el Santo lograba apartar de su cara los murciélagos de plástico y propinaba el uppercut preciso en la mandíbula de un muerto viviente. Sabanagrande desaparecía y la carreta bruja podía esperar un rato más en la esquina del manguito o en Las Tres Cruces camino al cementerio. Ese era el momento en que nos aprendíamos todas las fintas y los diálogos para después llevarlos a la práctica envueltos en sábanas o con una máscara de papel cubriéndonos la cabeza. La función terminaba demasiado pronto. Los 20 centavos no daban para más. ¡Atención niños y niñas! ¡Mañana estaremos presentando Súper Ratón!, era el propio Pleités el que nos despedía en la puerta de la casona seguro que mañana volveríamos.

Todos regresábamos a casa cargando la realidad de una silla pero ya bien cargados de sueño. La breve mudanza de la aventura, la sigilosa mudanza de piel, el héroe, el malévolo científico trastornado, Milagrito mirando un instante  nuestros ojos en torbellino… regresábamos a casa y la casa ya no era simple, la oscuridad ya no era el patio con su árbol de ciruelas japonesas, el cerro había vuelto su rostro hacia nosotros y la infancia era de nuevo infancia. Yo ponía en mi oído un peine de plástico y rozaba sus dientes con una cuchara. Escuchaba el sonido del proyector. Entonces, dormía.


F.E.

1 comentario:

Fabricio Estrada dijo...

No sé si leerás respuestas, pero con esto me emocionastes, termine leyendolo con los ojos humedos, que belleza, así son mis sueños regresivos, la niñez...la máxima expresión de la felicidad, gracias Fabricio por eso no concibo que te alejaras sé que siempre estarás aquí... Tu magia de revolvernos los sueños no puede dejar de ser...gracias Primo querido


César Rivera