jueves, 16 de abril de 2015

Un bolero, varios helicópteros y el Mitch.

Foto: Diario La Nación, Costa Rica.

Cuando el helicóptero llegó sobrevolando el techo del Ministerio de Educación el hombre llevaba ya toda una noche y parte de la mañana desnudo, agitando los brazos en señal de auxilio. Lo habíamos notado una vez que se nos pasó el primer asombro ante la descomunal laguna que se formó a causa del dique de la Soto. 

La colonia Soto desapareció la noche anterior a su rescate. El estruendo nos hizo saltar en medio de la oscuridad sin saber muy bien qué cosa era ese nuevo delirio. Ese 31 de octubre, junto a un grupo de amigos de Sabanagrande, nos quedamos en la casa del doctor Osly Vásquez ubicada en el Callejón Moncada, seguros que la inundación no pasaría de ser una más de las tantas que ocurrieran en inviernos iguales, pero pasadas las horas y la evacuación a la medianoche, supimos que esta vez todo iba a ser diferente. Teníamos los nervios de punta tras haber pasado lo peor del paso del huracán Mitch por Tegucigalpa, el Gordito Castellanos, alcalde de la capital, ya había fallecido esa mañana del 1 de noviembre  junto a sus acompañantes del mini-helicóptero burbuja y las noticias de la radio intentaban describir, uniendo testimonios de corresponsales a través del territorio nacional, la absoluta desgracia que había caído sobre el país en forma de masivas inundaciones, miles de muertes y un millón de damnificados.
El estruendo resultó ser –lo supimos al día siguiente- el deslizamiento total de la colonia Soto que se asentaba sobre la falla sísmica en las faldas del cerro El Berrinche. Cerca de 200 casas y miles de toneladas de tierra y piedra terminaron formando el famoso dique que se mantuvo por más de un mes para delicia del nuevo turismo pos-catástrofe. Hubo un medio televisivo que llegó a decir que en las noches de luna vecinos habían avistado una sirena, quizá la misma que evocara Juan Ramón Molina en su celebrado poema “Pesca de sirenas”.

El puente Juan Ramón Molina estaba destruido en ese momento y aún no llegaba Bill Clinton a recitar el poema de re-inauguración en su visita de condolencias a la ciudad; el puente Mallol resistía con sus arcos de piedra decimonónica no así su mampostería reciente; el puente Soberanía tenía incrustada una enorme ceiba en su costado y el puente Carías emergía de su zambullida momentánea ocurrida alrededor de las 2 de la madrugada del 1 de noviembre cuando las aguas del Río Choluteca alcanzaron su paroxismo debido a la descarga de emergencia realizada en la represa Los Laureles o a la ruptura imprevista de la Laguna del Pescado. Decenas de autos habían pasado flotando, arrastrados, y muchos de los autobuses de la Empresa El Rey estacionados en la zona del puente Guacerique, habían fracasado ya en su corta prueba de submarinos (recuerdo muy bien a uno de ellos estrellándose  de frente en el Soberanía y girando en al aire para luego hundirse limpiamente en las profundidades del campo Motagua).

Todo esto había visto pasar el hombre desnudo. ¿Quién podía ser ese afortunado sobreviviente? Sin ningún tipo de vergüenza caminaba de un extremo a otro del largo techo del Ministerio de Educación, como un náufrago del Poseidón que hubiera logrado llegar en camino inverso hacia la quilla; agitaba los brazos, saltaba queriendo afianzar con sus manos la escalerilla que le era extendida desde el viejo UH-1N de la Fuerza Aérea Hondureña. Tiempo después, gracias a una entrevista que él mismo dio a un diario de Tegucigalpa, supimos que el hombre era el compositor Rubén Salazar, quien durante muchos años ha ostentado la dirección de la Asociación de Autores y Compositores de Honduras. Amigo cercano de José Alfredo Jiménez durante su estadía en México y de otras estrellas de la farándula en el D.F., don Rubén vivía en un apartamento de Comayagüela que fue inundado por la crecida de ese 31 de octubre de 1998. Absorbido por la fuerza de las aguas, flotó milagrosamente cuadra tras cuadra hasta llegar a los portones abiertos del Ministerio de Educación, dentro del cual pudo reponerse a pesar que el río le había arrancado las ropas al igual que su enorme colección de LPs y otros tesoros personales, tal como le sucedió ese mismo día a José de la Paz Herrera, Chelato, ex técnico mundialista de Honduras en España 82, quien perdiera en la inundación toda su videoteca futbolística. Bolero y fútbol, entonces, resultaron anegados y jamás devueltos. Otra música sonaba al ritmo de los rotores de los helicópteros y de las sirenas de las ambulancias.

Antes de alcanzar la escalerilla, don Rubén corrió hacia el asta de la bandera nacional que aún estaba sujeta, aunque en jirones, sobre el fondo pizarra de esa lluviosa mañana. Con mucha paciencia y haciendo equilibrio la arrancó de su lugar y se envolvió en ella, resguardando su pudor revelado a último segundo. La imagen más nítida que tengo de esa mañana de tragedia –aparte de los ahogados enredados en el Parque La Concordia y los borrachos que arrancaban del lodo las cervezas intactas de la Cervecería Hondureña-, es la de don Rubén siendo elevado por los aires con esa bandera de Honduras envolviéndolo. Quizá no sea la estatua de Lenin llevada por el helicóptero en Good Bye Lenin, pero sin duda, esa visión adelantaba con todo y sus presagios- el cambio de época que traería a nuestras tierras el huracán más enconado y amnésico de nuestra historia.


Apago la tele. Un bolero suena. Ya no recuerdo nada.

F.E.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bien Párvulo! Que este post sacuda las conciencias de quienes quieren negar los hechos que nos han moldeado y que por mucho que intenten enterrarlas en la memoria, surgen en maravillosos destellos de la memoria. Sigamos
escribiendo.