Esta es una de las fotos más dolorosas que he podido tomar. Fue en San Cristóbal Totonicapán, Guatemala, durante el Festival Internacional de Poesía de Xela, 2012. Los poetas inivitados a esa sede, Francisco Morales (Guatemala), Jonatán Lépiz y Monserrat Artavia (ambos de Costa Rica) y yo, esperábamos dentro de la iglesia San Salvador a que amainara una fuerte tormenta que hizo casi imposible la presencia de público en la pequeña plaza.
Siempre curioso de los altares, quizá por aquel primer sentido del gusto en que mi abuela me educó respecto al cómo se mide la importancia de un templo católico (su arquitectura), me di la vuelta y vi a la muchacha maya quiché entrar con su recién nacido, cargado y envuelto a sus espaldas. El templo, completamente vacío, dejó escuchar su llanto. Arodillada, lloraba y rezaba sin parar en su idioma. Me hizo recordar la devoción que miré de niño cuando llegábamos en excursión a Esquipulas, en plena guerra civil entre 1982 y 1985. Inmensas filas esperaban el adoratorio del Cristo Negro y yo escuchaba por primera vez las tantas lenguas mayas, ignorando por completo que en esos mismos días Otto Pérez Molina y Efraín Ríos Montt lanzaban a los kaibilis contra el pueblo quiché, en un genocidio espantoso cuya mayor expresión fue la matanza en la aldea de Dos Erres (https://es.wikipedia.org/wiki/Masacre_de_Las_Dos_Erres ).
De las lecciones más vitales que me han dado los festivales se cuentan las que NO enseñan lxs textos de los poetas invitadxs, sino las lecciones de la poesía verdadera, la que camina, la que pasa frente a las narices de las mesas principales y se ve en forma de lluvia, y cuya voz, en todos los idiomas, nos susurra: ¿Han sido ustedes capaces de sentirme, de escucharme, de consolarme?
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