Obviamente, un verso, un poema, una lectura escuchada en algún escenario o un fino comentario de alguien que considero tiene finos los comentarios, me llevan a esa detección previa. Con las lecturas en escenario tengo mucho cuidado, no son mi mejor coto de caza. Defino, en un instantáneo proceso de edición que me ha llevado años sintetizar, qué expresión tengo ante mí, si una oralidad performática o un texto con suficientes resonancias o un acto histriónico de profundas necesidades catárticas. Por lo general sucede lo último: están en boga las lecturas como instrumento psiquiátrico colectivo (de sanación colectiva, dirían los inspirados, y está bien, se debe sanar mucho), algo así como una terapia grupal con aspecto de refinada cultura. Por eso entiendo que debo salir pronto de una reunión así o quedarme para el vino y el buen jamón o la posplática que por lo general olvida rápido la trascendecia del evento de origen. Se platica de otra cosa. Por lo general de veleidades.
El asunto es que estoy ante un poemario nuevo y debo recordar la criba íntima que he ido armando entre óxidos y soldaduras mal hechas. Yo mismo he sido cribado, por supuesto. En la memoria de alguien debo estar con mis brazos desinflados y la paja que me rellenaba está flotando en los alisios. Digamos entonces que soy un espantapájaros con cierta técnica para no perder el tiempo. La poesía es un instrumento para ganar tiempo a la muerte. Al leer nos damos otra oportunidad: es probar cómo seríamos en otros. Por eso resulta de vital importancia saber de antemano quién fuimos en la lectura anterior para enfrentar lo que no queremos ser en la siguiente.
Es mi técnica, lo repito. Pueden venir los cuervos a cebarse con mi cuerpo.
F.E.
Fotos: Fabricio Estrada
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