Las ovejas
decidieron aguantar. Cerraron círculo y, cabeza contra cabeza, esperaron que
María descargara toda su furia como mejor podía. Desde la ventana del segundo
piso, les monté un monitoreo más cercano a un biólogo que a un aterrado ser
humano que ya estaba viendo la descomunal fuerza del huracán más portentoso que
se ensañó con Puerto Rico esta temporada de huracanes que, debo decirlo, aún no
termina.
Intentaba
fotografiarlas o grabarlas con mi Smart phone, pero las ventanas estaban
anegadas con un filtro impresionista que hasta Monet hubiera envidiado. Debía
alejarme un poco para ver las siluetas de la pequeña tropa ovina o salir y
arriesgarme a volar como los panapens y flamboyanes de Vega Baja. En casa todos
lanzábamos imprecaciones contra la indiferencia de un dueño que, sabiendo lo
que venía, no había puesto a resguardo a los que, hasta ese momento, creíamos
indefensos animales, más cercanos a la contabilidad del insomnio que a una
comunidad entrenada para resistir todo. Resistir. Sí. Porque eso hicieron.
A cuatro
días del huracán logramos ver el cielo estrellado; tan nítido que hasta la Vía
Láctea se mostraba en todo su esplendor. Las Siete Cabritas seguían inamovibles
como lo habían hecho -algunos grados de más, algunos grados de menos- los
últimos cinco mil millones de años. Que los griegos les llamaran la Osa Menor
no es algo que competa a la tradición del nuevo mundo, el asunto es que las
siete cabritas estelares tenían su contraparte en tierra, y éstas, eran tan
impertérritas en español boricua como en griego de la Hélade. Eran las ocho de
la mañana del miércoles 20 de septiembre y María, intentaba tumbar siete ovejas
de carne y hueso. Los meaítos, las
palmeras, las bambúas, los techos de
zinc, las segundas plantas de las casas hechas de madera, los postes del
alumbrado público, algunos carros, muchas aves, los chinchorros más conocidos, las ceibas más respetables, todo se
había unido al carrusel gigantesco, todos como derviches extasiados entregados
a la destrucción.
A dos semanas
de que el huracán Irma pasara a 60 km al noroeste de la isla, la población
puertorriqueña recibió como un colmo la aparición de María. Si las redes
sociales tapizaron de memes socarrones el ánimo de todos, esta vez se percibió
mayor cautela y hasta cierto nerviosismo en el intento de pasársela chilling que los boricuas despliegan de
tan buena forma en su carácter cuando las cosas se complican. El año 2017 ha
sido todo un revolú para la isla. La
quiebra del Estado Asociado, la imposición consecuente que los bonistas
exigieron bajo el nombre de Junta de Control Fiscal (la isla debe pagar sí o sí
75 mil millones de dólares bajo las reglas de un inmisericorde ajuste), el
despertar fragoroso en la indignación estudiantil con todo y su huelga
combativa que luego se hizo popular el primero de mayo; el cierre masivo de
escuelas por falta de presupuesto, la sangría en la recaudación de impuestos
por el éxodo emprendido por la población hacia Estados Unidos (más de 700
millones de dólares que no ingresaron en el 2016), la acelerada pauperización
de la isla y… la llegada de Trump que ya avisaba. Ningún año, resumamos, en las
últimas siete décadas, fue peor para Puerto Rico y sus aspiraciones de
bienestar y comodidad bajo la tutela federal que brinda el estatus de american citizen.
Cuando Irma
apareció en el horizonte y machacó las Antillas Menores (San Martín y la isla
melliza de Antigua, Barbuda), el gobierno levantó una campaña de previsión que
demostró ser eficaz y llenó de seguridad a la población. El gobernador Ricardo
Roselló incluso alcanzó a dominar su característica inseguridad retórica y
hasta fue adquiriendo personalidad de estadista -favor no confundir con su ya
reconocida opción ideológica-, apareciendo de manera constante en los medios.
Quizá el hecho de que el huracán no entrara de lleno logró un efecto de
sobrevaloración de los propios recursos y de la bendición manifiesta de los
poderes celestiales que, una vez más, bendecían a Puerto Rico desviando a
último segundo la amenaza. La algarabía fue general y se celebró con buen humor
aún y cuando el fenómeno atmosférico, apenas con su cola, desbarató la conexión
de energía eléctrica en un 40% de la población. Pero eso se aceptó ¿acaso no
sucedía eso cuando el paraíso de Borinquen aún estaba en todo su detalle, sin
tormentas de por medio o descargas solares extraviadas o polvos del Sahara
excesivos en su densidad? Hubo tiempo de party
a la vez que CNN y WAPA TV mostraban, con efecto de binoculares vistos al revés,
que Irma, allá, muy lejos, inundaba Miami y Cuba. Los refugiados de las islas
podían ser recibidos en los hoteles de Isla Verde con cierta holgura y Viequez
y Loiza podían esperar con paciencia a que las autoridades lograran convencer a
FEMA (Federal Emergency Management Agency)que Puerto Rico también había sido
sufrido graves daños, a lo cual los de FEMA respondían
que se debía recabar más información fidedigna. Quizá los de FEMA leyeron y
reflexionaron a fondo ese pasaje de El
Informe Pelícano de Jonh Grisham -Best Seller de suspenso ambientado en los
noventas- donde uno de los personajes pregunta dónde está el presidente.
-En Puerto Rico -responde- atendiendo el desastre por el huracán.
-¿Y cómo estuvo eso? -insiste el alto funcionario de la Casa Blanca.
-Impresionante -dice con honestidad red neck el tipo, seguramente
aflojándose la corbata-, se llevó un millón de chozas de cartón y ahora nos
urge conseguir un par de billones para construir nuevas casas y plantas de
electricidad. Ellos necesitan de un huracán así cada cinco años - sentencia con
el escarnio que mejor caracteriza el pensamiento colonial estadounidense
respecto a Puerto Rico y sus avatares.
Mucho de esto flotaba en la prudencia con que el representante de FEMA
respondió ante la insistencia de los periodistas boricuas que preguntaban las
acciones que tomaría el gobierno fedeal respecto a Irma. Y es que el sistema
colonial impuesto a la isla ha sometido a la población a un beneficio de doble
filo. Por un lado, brinda la tranquilidad de que cualquier desastre está bajo
la sombra de la Metrópoli y su reacción
constitucional y, por otro, el desamparo está bajo la lupa de del benemérito Saint
Thomas, quien siempre intentará comprobar las heridas del costado y de los
clavos metiéndo la mano hasta la muñeca.
II
A las cuatro de la mañana del miércoles 20
de septiembre a María poco le importaba lo que Irma dio como lección. Con
vientos de 340 km por hora embestía a Borinquen. Ada Monzón había acertado en
todo en cada uno de sus pronósticos. Ella, que debido al desempleo por cierre
de su canal de tranmisión-con seguridad
reflejo de los recortes generalizados por la Ley PROMESA- se vio en la necesidad
de reinventarse montado vía live streaming
y desde su casa, una serie de boletines del clima que las redes sociales
absorvieron como el desierto que recibe la única lluvia del año. Seis boletines
al día fueron el pan ázimo y necesario de la ciudadanía. Seis boletines de Ada
Monzón fueron la orientación más confiable y aterradora. En ellos -en más de
una ocasión-, Monzón no pudo contenerse y
dijo abiertamente que nunca se imaginó estar informando algo tan
terrible: María atravesará la isla y su
destrucción será nivel catástrofe. Fue en ese momento en que el silencio se
impuso; el momento en que el reloj comenzó a engarzarse pieza por pieza y las
medidas empezaron a sonar, sí, sonar, a hacer ruido, a hacer martilleo, a
clavetear ventana por ventana y a aserrar ramas semi partidas por Irma e
ignoradas de lejos por José. Los turistas desaparecieron y los refugiados de
las Antillas Menores volvieron a rezar, con pleno conocimiento de causa, en los
hoteles que ahora estarían de frente a María.
III
El rugido era como la escena de La Guerra de los Mundos en que Tom Cruise y sus hijos, dentro del
sótano, escuchaban las turbinas del Boieng 747 que se estrelló en el patio. Las
ráfagas, tan afiladas como una podadora eléctrica, iban segando la copa de los
árboles. Los sonidos secos de enormes troncos que se abatían sobre los techos
derrumban por segundos el ánimo de cualquiera. Me asomé a ver las ovejas.
Llevaban ocho horas aguantando y cuando una de ellas tenía hambre, las demás le
permitían salir por unos dos minutos a mascar hierba y luego se movían en grupo
hacia ella y la rodeaban. Todas con sus cabezas hacia el centro, formando un
solo ojo que parecía buscar una salida hacia el centro de la tierra. Esa era la
hora en que el otro ojo estaba llegando a Vega Baja, a 52 km de San Juan. Nada
de radio y nada de Monzón. Esto no era Bangladesh en 1971 ni Honduras durante
el Mitch en 1998, dichosamente, pero era un C- 5 en toda su irresoluta voluntad
de quedar en la memoria del planeta tomando como trofeo a Puerto Rico.
Las
casas aguantaban. Al menos las casas que respetaban las claúsulas de los
aseguradoras. En la década de los sesentas, Puerto Rico entró al sistema
estandarizado de las aseguradoras estadounidenses que exigían casas de cemento
para ofrecer su cobertura. A partir de entonces, los puertorriqueños empezaron
a cimentar un diseño que se generalizó basado en una unidad habitacional de
arquitectura absolutamente funcional y previsora de huracanes. Techo en terraza
(adiós al dos aguas de zinc o palma, lo que hace que lo escrito por Grisham en El Informe Pelícano sea más que un
escarnio) y paredes bajas. Plano general
sólido, entonces, musculoso y sin ornamento de más. Le corbusier tropical
y simplicado. Funcionalismo puro. Pasados los años, la disciplina
arquitectónica comenzó a aflojar y esa base de cemento acogió segundas plantas
de madera, sobretodo en el área rural, lo cual, bajo su propia decision, sacó
de la posibilidad de seguro a miles de habitantes, los mismos que hoy, a siete
días del paso del huracán María, cruzan dedos por ser beneficiados por FEMA
debido a que su hogar, simplemente, voló.
Sólo en el pueblo de Aguada, ocho mil casas
fueron barridas. Las inundaciones en Levittown y Loiza alcanzaron niveles
históricos. Pueblos de montaña como Orocovis, Ciales y Morovis quedaron
incomunicados por días; la represa de Guajataca mantiene sus fisuras como una
amenaza y casi el 98% de la isla está sin energía eléctrica. A una semana de María,
la emisora radial WAPA 680 -la única que se mantuvo en lo peor del huracán- ha
comenzado a dar esperanzas con la noticia, un tanto dudosa, de que el 40% de la
población ya recibe servicio de agua potable a pesar que el gobierno de la Estadidad, se está revelando como una
desorganización oficial en toda regla: la policía está sirviendo de guardia de
seguridad en las pocas gasolineras que distribuyen combustible y que ya son
focos de tensión violenta, violencia concreta que ya rompe el toque de queda en
regla con gangas (pandillas) dispuestas a todo en las calles tenebrosas de San
Juan, o al menos, sedientas del cobre de las líneas de fibra óptica que,
derribadas por el viento o saqueadas, evitan la conexión del sistema en cajeros
automáticos y el trasiego bursatil en general.
Lo análogo vuelve a su reino.
Las radios de transistores discursan -sobretodo desde la WKAQ 580 y Radio Isla-
nacionalismo alentador o mensajes de autoayuda Og Mandino hasta que la cadencia
del vacío llena las ondas del desespero. El circulante de dólares sirve de poco
porque también es poco lo que el corralito no
oficial permite sacar de los bancos (de 250 a 500 dóolares), así que la
espera y las excursiones fallidas a gasolineras -filas inmensas que se adentran
en la madrugada- y aglomeramiento al pie
de antenas de telefonía celular, es lo que mejor hace mucha gente en la
necesidad de conectarse a las carreteras o al mundo.
III
El 60% de la población de Puerto Rico recibe
el PAN, bono federal de ayuda económica a familias o personas de bajos
ingresos. El huracán impactó en las residenciales de bajísimo ingreso y en los
barrios populosos de todas la ciudades.
IV
El primer país en anunciar su abierta
solidaridad hacia Puerto Rico fue España. El segundo, luego de un silencio
extraño, fue Estados Unidos. En ese orden. Entre un anuncio y otro medió un
silencio extraño de siglos. Por lo demás, los países que han anunciado su
solidaridad se han topado con el John Act, la ley base que encadenó a Puerto
Rico a una obligatoriedad en todo lo referente al comercio internacional: la
Ley de Cabotaje que impide la entrada de cualquier producto a no sea que vaya a
ser transportado por la marina mercante estadounidense. El bloqueo colonial es
real. El trámite burocrático en tiempo de solidaridad también. Ni República
Dominicana, país vecino, puede mandar nada de ayuda directamente.
V
Dos señoras que viven desde hace mucho
tiempo en el mismo condominio donde vivimos en Santurce, nos anuncian que no
les importa pagar 1500 dólares para irse ya para Estados Unidos. Que ya lo
decidieron. Las aerolíneas has roto todos los records en sus costos por boleto.
A la misma hora en que ellas nos comunican su decisión, unos cuantos miles de
boricuas se anuncian entre sí lo mismo. Trump habrá hablado de inmediato con
sus amigos de las aerolíneas -deduzco-, un plan de contención se ha activado.
VI
El paisaje, de manera inquietante, se parece
al de los bosques de Montana o de Minessota en pleno invierno. La foresta
desnuda deja ver la polación de pájaros que no encuentra cómo cubrir sus
vergüenzas. Los pájaros van de árbol en árbol, de zona forestal desaparecida a
otra zona de reserva forestal desaparecida. Luego llegan al mar. Nunca hubo
árboles caídos en el mar. Tal vez gigantescos mástiles. Tal vez los barcos
petroleros no llegan por el enredo de mástiles caídos desde hace siglos en el
Canal de La Mona. Los pájaros se quedan en la orilla del mar, por miles.
Imaginan otros bosques. En este bosque siniestro que es el nuevo paisaje de la
isla, los copos de sol caen, ardiendo cada uno a 93 F.
VII
Tres días después, en el colmado del
Barrio Pugnado Adentro, en Vega Baja, mientras tomábamos unas Busch enfriadas
por la planta eléctrica que Adrián, dueño del lugar, ha mantenido encendido
casi como asunto de honor. La gente del barrio mantiene una parroquia
chicharachera pero llena de trasiego laboral. Ahí llegan los que perdieron sus
casas y los que siguen cortando ramas y limpiando escombros. Beben el asopao
que la esposa de Adrián ha cocinado en los primeros días de apoyo al esfuerzo
de reconstrucción y ánimo mutuo. No hay muchos muertos, dice la gente, apenas
van 16 y eso que fueron por accidentes después del miércoles 20. Aprovecho para
contextualizar a algunos sobre las pérdidas que tuvimos en Honduras cuando el
huracán Mitch. Cerca de ocho mil personas.
Aquí ya tenemos 50 mil millones de dólares en pérdidas. Este es mi
tercer huracán Categoría 5, les digo riendo. Estamos en un match de ida y
vuelta que ni Mónica Puig podría sostener por mucho tiempo.
Una de las señoras
que están en la barra me escucha el acento y me pregunta de dónde soy. Al
escuchar que soy hondureño abre los ojos y, en una mezcla de emoción y
tristeza, me dice que estuvo en Honduras ayudando cuando sucedió lo del Mitch.
“Pertenecía al movimiento Juan XXII, fui misionera, conocí la Basílica de
Suyapa, la grande… vi muchos muertos, mucha gente necesitada; quise ayudar a
sacar una niña que la mamá me dijo que me la regalaba porque no podía
sostenerla en medio de aquella tragedia… al principio no pude, pero después
moví cielo y tierra y logré sacarla. Mire cómo son las cosas… un hondureño aquí
cuando ahora nos sucede esto… ¡Bendito! ¡Qué desgracia la que se nos vino
encima! Yo perdí mi casa, yo mandaba las fotos de mi casa bonita a mis amigas
afuera. Era muy bonita mi casa, era de madera, parecía como de muñeca”.
Cuando me dice eso recuerdo que, en
lo más fuerte del huracán, aparte de las ovejas tuve como referencia una casa
de muñecas de madera que los vecinos construyeron para su pequeña hija a unos
200 metros de la casa. Esa casita resistió todas las peores ráfagas. Su techo
de caricatura se mantuvo incólume. Al día siguiente, jueves 21, los vecinos
bajaron a verla y se rieron de que hubiera sobrevivido. La amiga misionera no
ríe. Ha comenzado a llorar pero se repone de inmediato. “Para esto y más
estamos”, dice, “Es la que hay y volveremos a empezar y reconstruiremos nuestra
islita”. Su expresión es jíbara, telúrica, viene de lo más profundo de los
siglos caribeños. Cuando Iris, al salir del colmado, me pregunta cómo se
llamaba, le respondo de inmediato, así como la señora misma me respondió al
preguntarle su nombre.
“María. Se llamaba María.”
Fabricio Estrada
27 de septiembre del año 2017