Ninguno de
los consejos de Rigo era en vano. Todo árbol sabe hasta dónde alcanza su sombra
y cuántos pájaros pueden llegar a él con sonidos nuevos y cuántos, también, son
simple graznido temporal que picotea los frutos del silencio para luego
desperdiciarlo todo.
Sabía,
Rigoberto, cultivar sombras y nunca dejó de hacerlo. Ese árbol inmenso había
encontrado la fórmula para desatar sus raíces y atravesar continentes hablando
tan despacio como preciso. “Debemos atacar el provincianismo –me decía-, no
dejar que sea la nostalgia quien mate a la evocación poética, porque ¡ojo,
viejito! Que evocación y nostalgia no son lo mismo.
Los poetas Óscar Acosta y Rigoberto Paredes, abril del 2012. Foto: Fabricio Estrada.
Era 1993
cuando me acerqué a él junto a la bandada que movía al taller de poesía Casa
Tomada; Paradiso era frecuentado por lo más selecto de la intelectualidad con
aquella música de fondo inconfundible traída desde los rincones más lejanos del
auto-exilio ilustrado. Los años ochentas amenazaron con desaparecer hasta los
versos y habían dispersado a muchos y a muchas fuera del país y, aquellos eran
los días del regreso al estruendoso hastío de Tegucigalpa. Rigo y Anarella
regresaban de México, de Colombia, de Francia, de España, qué sé yo, pero
saberlo nos imponía cierta condición de peregrinaje al lugar de los poetas, el
Paradiso noventero cuya mística orquestaba Rigo para celebrar –oficiar, dirían
los perversos- la palabra.
Y la palabra
comenzaba en Catulo, Propercio y Marcial para luego subir por los andamios de
Las tristes de Ovidio, Montale y el templo jamás saqueado de Rubén Darío
(alguien, menos sensible, robó el pequeño busto de Darío de la barra de
Paradiso pero Rigo siguió anclado escuchando las lecturas y presentaciones
desde ahí mismo, clínico, tan dariano como experto en descalabros lingüísticos
que había que señalar sí o sí). “Poeta, tú que tienes la luz, dime la mía”
preguntaba Rigo al verme así como luego lo seguiría haciendo, casi como un
tantra, en la última serie de poemarios publicados por Ediciones Paradiso.
Porque Rigo tenía una idea clara que le servía de indagación: “No soy yo ¿quién
soy yo? Es la poesía y su luz y eso hay que respetarlo, hay que elevarnos del
trágico provincianismo para ir hacia ese mundo que no tiene fronteras pero que
exige tanto habitarlo”.
De manera
invariable eso fue lo que aprendí a ver en él. Su nombre ya era ceiba crecida
pero nunca lo esgrimía para apabullar a nadie. No lo necesitaba. Era Rigo el
arte de contenerse. Ni una discusión excesiva ni un lenguaje corporal
abundante. Eso sí, su poesía era implacable como inclaudicable, fue su
resistencia a ultranza cuando la avalancha de los malos y odiosos discursos se
le venían encima. En nadie se reunía mejor tanta risa contenida.
Viaje tras
viaje, paisajes dejados atrás, carontes evadidos, imbéciles ignorados, Rigo
avanzaba sin prisas pero guardaba, delicadamente organizado, el tótem poético
como un diente de león para el soplo de sus últimos años. De su resguardo,
vimos salir poemario tras poemario como polen prístino entre doradas luces y
luengas barbas de profeta. “Si querés me callo” nos decía con ironía socarrona
al haber entregado un libro más entre tanto poeta joven cuidadoso de no
publicar. Aquella risa podía venirle fáunica y transparentaba, ante ojos
precavidos, el ambiente de una fonda quevedana en burla permanente a Lope de
Vega. ¿Quién era el Lope de Vega de turno? Eso queda bajo los cuidados de los
pájaros más fieles y de su querida musita Anarella.
Recuerdo una
tarde en especial, la tarde en que la piscina de Juayua, El Salvador, nos dio
las horas suficientes para hablar y reírnos en absoluto territorio neutral. Era
el último festival internacional que compartíamos. El volcán de Izalco se
perfilaba tan antiguo como el Rigoberto Paredes que ahí hablaba. No necesitaba
testigos para ser. Flotando en la pequeña alberca, yo apenas era un niño
escuchándolo. Habló de Keats, de Emely Dickinson, de Lezama Lima, de Blanca
Varela, Seferis, Elytis… y algo me decía que, como Funes el memorioso,
Rigoberto estaba fijando puntos en mi caos. La tarde se suspendía como las
sábanas blancas en el patio engramado y, junto a los poetas Roberto Arizmendi y
Ricardo Ballón escuchábamos, una escena
que Fellini jamás rodó y que ahora proyecto en las cortinas que la lluvia deja
en Puerto Rico.
¿Se
encuentra muy mal? Le pregunté a Anarella en la sala de emergencia mientras los
doctores creaban su sortilegio alrededor de un Rigo que soñaba estentóreamente
entre tubos, pequeñas pantallas y pitidos de una selva blanca. Anarella me vio.
Ahí adentro llovía. El hospital entero llovía como aquella tarde en que los
tres nos sumamos al pueblo para rescatar las urnas que habían sido confinadas
en la base aérea Hernán Acosta Mejía. Ella lo llevaba del brazo y él iba
calculando el odio de los soldados que nos miraban entrar al mar partido en
dos. “Fabri –me dijo-, una cosa debés saber: hay que ser inclaudicable”. La lluvia
se hizo violenta y los soldados ya estaban aburrido de contar a aquellas
empecinadas hormigas que trasegaban una urna tras otra para devolverlas a las
calles, a la expectativa del 28 de junio que se aproximaba. Rigo se recuperaba
entonces de un mes muy difícil en convalecencia, pero eso no le impidió estar
ahí para desconcierto de los fieros soldados que se preguntaban quién era ese
profeta sefardí que se abría camino entre sus dientes afilados.
“Rigoberto
está muy grave”, me respondió Anarella mientras al fondo los doctores
intentaban estabilizar al poeta. Y ahí la vi a ella, completamente cerca, de
nuevo sosteniendo con brazos invisibles al poeta que tanta tierra cruzó para
regresar siempre a ella. “Oime, musita, este pueblo está dolido”, alcancé a escucharle
a Rigo mientras seguíamos adentrándonos a los lluviosos vestíbulos del golpe de
Estado. “¿Por qué no desear un país que no duela?”, escribiría luego y así
llegaron a mí esas palabras, en un rincón donde el mar desmenuzaba a la isla
verde y la noticia de su muerte me desplomaba. “Tenele cuidado a Tegucigalpa,
Fabri, Monterroso te lo puede decir mejor”, “levántate lo más temprano a leer y
a escribir porque la poesía no espera”, “tenele cuidado al converso ¡ay del
converso!, es el más terrible”.
El mar no
era un árbol y recuerdo bien el desdén con que Rigo lo vio por última vez en
Acajutla, muy parecido a ese gesto inescrutable que hizo en Trinidad al ver las
elevaciones del cementerio. La muerte y sus formas, la muerte y sus aspavientos
de eternidad le daban igual. El quería regresar lo más pronto a casa para
escribir y leer sin marejadas ni lápidas demasiado pesadas. Él quería saber con
cuántos versos exactos se podía derrotar al océano y con cuántos poetas podía
contar para hablar de poesía; porque las cosas hay que decirlas por su nombre,
a fuego lento y entre flamas de helechos, pero decirlas, aunque ya comenzara a
fastidiar eso de ir dando refugio a los pájaros que ni son bellos ni cantan y
que sólo saben volar, sin destino, sin pasado.
Fabricio Estrada
Fajardo, Puerto Rico
13 de marzo del 2015, Ab urbe
conditae.
2 comentarios:
hola Fabricio, quien no tuvo la suerte de conocer a Rigo en vida, solo tiene que leer este texto y basta... gracias por compartirlo y por dejarnos la luz del poeta para siempre en este texto tan bonito que has construido...
pd
dame permiso de ponerlo en mi muro.
chaco de la pitorta.
Gracias querido poeta Fabricio Estrada.
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