"El fenómeno de la correspondencia entre las distintas esferas de la vida y el milagro de la unidad de las culturas y los periodos pese a las discrepancias y contingencias, indica que en la base de cada entidad histórica o cultural hay un suelo común que es a la vez fundamento y fuente, soporte y origen.
El suelo común en que arraigan las leyes de una monarquía y del que brotan las acciones de sus súbditos lo define Montesquieu como la distinción; e identifica el honor, el principio-guía supremo en una monarquía, con el correspondiente amor a la distinción. La experiencia fundamental en que se fundan las monarquías y -podemos nosotros añadir- todas las formas jerárquicas de gobierno es la experiencia inherente a la condición humana de que los hombres se distinguen unos de otros, o sea, son de nacimiento diferentes entre sí.
Todos sabemos, sin embargo, que, en oposición directa a ello y con validez no menos insistente, surge la experiencia opuesta, la de la igualdad inherente a todos los hombres, "nacidos iguales" y a los que sólo distingue su posición social. Esta igualdad -en la medida en que no es igual ante Dios, ser infinitamente superior ante el que todas las distinciones y diferencias se vuelven despreciables- ha significado siempre no solo que todos los hombres, sin importar sus diferencias, tienen valor igual, sino también que la naturaleza ha garantizado a cada uno una suma igual de poder.
La experiencia fundamental en que se fundan las leyes republicanas y de la que brota la acción de sus ciudadanos es la experiencia de vivir junto con y en pertenencia a un grupo de hombres igualmente poderosos. Las leyes que regulan las vidas de los ciudadanos republicanos no están al servicio de la distinción; antes bien, restringen el poder de cada uno a fin de hacer sitios al poder de su congénere. El suelo común de la ley y la acción republicanas es, así, la comprensión de que el poder del hombre no está limitado en primer término por algún poder superior a él, Dios o la Naturaleza, sino por los poderes de los que son iguales a uno. Y el gozo que brota de esta comprensión, o sea, "el amor a la igualdad" en que consiste la virtud, procede de la experiencia de que sólo por esto así, sólo porque hay igualdad de poder, el hombre no está solo. Pues estar solo significa estar sin iguales: "Cada uno es cada uno, y todos solos, y así siempre", como reza la antigua canción infantil inglesa, que osa sugerir lo que para la mente humana sólo puede ser la tragedia suprema de Dios.
Montesquieu no acertó a indicar cuál era el suelo común en las tiranías de la estructura y la acción. Permítasenos por tanto cubrir esta laguna a la luz de sus propios descubrimientos. El temor, el principio activo en la tiranía inspira la acción, guarda una relación fundamental con esa angustia que experimentamos en situaciones de completa soledad. Esta angustia revela el otro lado de la igualdad y corresponde al gozo de compartir el mundo con nuestros iguales.
La dependencia o interdependencia de que precisamos en orden a hacer nuestro poder (la cantidad de fuerza que es rigurosamente propia) se vuelve una fuente de desesperación siempre que, en la completa soledad, nos percatamos de que un hombre solo no tiene ningún poder en absoluto, sino que siempre lo abruma y derrota un poder superior. Si un hombre solo tuviera fuerza suficiente para oponer su poder al poder de la naturaleza y de la circunstancia, él no tendría necesidad de compañía.
La virtud se alegra de pagar el precio de un poder limitado a cambio de la bendición de existir junto con otros hombres; el miedo es el desesperar de la impotencia individual por parte de quines han renunciado, por cualquier razón, a "actuar concertadamente". No hay virtud, no hay amor a la igualdad, que no tenga que superar esta angustia del desamparo total, sin recurso a la acción, así fuera sólo cara a la muerte. El miedo como principio de acción es en cierto sentido una contradicción en los términos, ya que el miedo es justamente el desesperar por la imposibilidad de la acción. El miedo, en cuanto distinto de los principios de virtud y honor, no tiene poder para autotrascenderse y por ello es verdaderamente antipolítico.
El miedo como principio de acción sólo puede ser destructivo o, en palabras de Montesquieu, "autodegenerativo". La tiranía es por ello la única forma de gobierno que porta en sí los gérmenes de su destrucción. Las circunstancias externas causan le declive de otras formas de gobierno; las tiranías, por el contrario, deben su existencia y su supervivencia a tales circunstancias externas que impiden su autodegeneración. (El espíritu de las leyes, 1. VII, cap. 10)
... El peligro específico de todas las formas de gobierno basadas en la igualdad es que en el momento en que quiebra o se transforma la estructura de legalidad -en cuyo marco la experiencia del igual poder recibe su sentido y dirección-, en ese momento los poderes iguales entre los hombres iguales se cancelan unos a otros y lo que queda es la experiencia de la absoluta impotencia. De la convicción de la impotencia propia y del miedo al poder de todos los otros surge la voluntad de dominar , que es la voluntad del tirano.
Justo como la virtud es amor a la igualdad de poder, así el miedo es realmente la voluntad de poder o, en su forma pervertida, el ansia de poder. Dicho en términos concretos y políticos, no existe más voluntad de poder que la voluntad de dominar. Pues el poder mismo en su sentido verdadero nunca puede ser poseído por un hombre solo; el poder viene a ser misteriosamente, por así decir, siempre que los hombres actúan "concertadamente", y el poder desaparece no menos misteriosamente siempre que un hombre lo es todo por sí mismo.
La tiranía, basada en la impotencia esencial de todos los hombres que están solos, es la tentativa, la hybris de ser como Dios, con una investidura individual del poder en completa soledad".
Hanna Arendt, De la naturaleza del totalitarismo. Ensayos de comprensión 1930-1954.
No hay comentarios:
Publicar un comentario